jueves, 26 de noviembre de 2009



Favorecer las ganancias económicas antes que la eficiencia, la sencillez tecnológica y la razón, trae como consecuencia que una imposición de hace más de un siglo perviva hasta nuestros días. En 1873 se inventó el teclado QWERTY, que es el modelo de disposición de teclas en los teclados occidentales. Son las letras que se alinean a la izquierda en la primera fila superior. La idea de 1873 era que las máquinas de escribir fueran lo más lentas posibles porque si se pulsaban varias teclas adyacentes, el teclado de las viejas máquinas de escribir se atascaba. Con el fin de enlentecer la mecanografía para evitar los atascos en la maquinaria, se dispersaron las letras utilizadas con mayor frecuencia, y en todo caso, se colocaron las teclas más utilizadas en el parte izquierda, pues la mayoria de la gente es diestra y, por lo tanto, menos hábil con la mano. izquierda. La mejora durante el siglo XX de las máquinas de escribir, resolvió los atascos, En la actualidad, los teclado de ordenador siguen la pauta QWERTY a pesar de que una alineación de teclas basada en principios ergonómicos y de facilidad visual en la detección de letras ha demostrado que se reduciría el esfuerzo del tecleo en un 95 por ciento, doblándose la velocidad del mecanografiado. Las evidencias de mejora no son suficientes para arrinconar el diabólico teclado QWERTY, y aquí estamos alimentando una industria absurda.

Máquinas de escribir y máquina calculadora de Burroughs. 1890.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Zoco



En la plaza donde se entra a la cisterna de las 1001 columnas, Mordechai había extendido en una vieja alfombra tejida en Hereké, una docena de objetos sucios y rotos que nadie quería. Pocas semanas antes había sido uno de los vendedores que ocupan al anochecer, el jardín detrás de la mezquita de Beyazit, vecina al bazar de los libros. La inquina contra él de un guardia y el hurto a una turista, un tropiezo del que se arrepentía por el poco provecho que obtuvo del delito y la mucha desgracia que le causó, le obligó a buscar otro rincón en la ciudad, lejos de los policías secretas que le perseguían.
Durante las últimas semanas se conformó con entrar en casas cuando sus ocupantes las abandonaban para ir al trabajo, pero lo hacía en barrios lastimosos y sólo encontraba cascarria para poner en venta.
La mala suerte contagió los objetos que reposaban muertos sobre la alfombra, que aunque deslucida por la mugre, mostraba el fino dibujo de una puerta florida. En la plaza de la cisterna de Binbirbirek, su mercancía era invisible para los turistas, él mismo se veía como una sombra sin cuerpo. Cuando te tienen ojeriza, reflexionaba  hay que poner tierra de por medio, alejarse de la gente y vivir en soledad hasta que el tiempo borre el recuerdo. Mordechai sabía que el tiempo y la soledad trabajaban a su favor por eso dormía en la plaza, debajo del voladizo de la entrada a la cisterna y, cuando llovía, bajaba hasta la mezquita de Mehmet Pasa y se colaba para dormir en su cementerio, en el cobertizo donde se guardaban restos de lápidas rotas.
A los turistas les cuesta encontrar la cisterna de las 1001 columnas, y quienes daban con ella, pocos eran los que se acercaban con interés hasta su alfombra, pero todo se acaba y un día, dorado y limpio en el que el cielo y el mar del Bósforo relucían como aguamarinas, una mujer extranjera se dirigió hasta donde dormitaba Mordechai, rodeado de gatos y palomas y le preguntó, apresurada y nerviosa, por esa cajita oscura de hueso, la cajita que encontró dos días antes en el jardín de un palacio abandonado en el barrio de Tophane.
-¿Cuánto?
-Señora, treinta liras, es una caja de hueso muy antigua.
Mordechai calculó que diez liras serian suficientes para cenar esa noche incluso con cinco podría comer algo sustancioso, pero la mujer rubia y desgarbada hurgó en el bolsillo del pantalón y sin regatear ni lamentarse del precio, sacó dos billetes, de veinte y diez liras.
-Me la llevo.
La vergüenza enrojeció las mejillas de Mordechai que apenas se veían, ocultas entre las greñas que le caían de la cabeza y la espesa barba, dudó un instante antes de coger los dos billetes, pero al fin los agarró guardándolos en el bolsillo interior de su americana antigua, luego tomó de la alfombra, con delicadeza, un viejo collar de madreperla, el objeto más preciado que tenía y que destellaba bajo la grasa y el polvo como si fuera de esmeraldas. En su opinión, el collar valía al menos ocho liras.
-Este collar va con la cajita, todo junto son las treinta liras.
Pensativo, quiso creer que esas treinta liras y la extranjera significaban el regreso de los buenos tiempos, quizás por esa razón contempló agradecido a la mujer como se marchaba en dirección hacia Sulthanamet. La observó con curiosidad, caminaba deprisa, una ligera cojera le transformaba su paso en  un movimiento cadencioso, un poco sensual pues elevaba su cadera izquierda como si fuera la de una bailarina de ésas que se cimbrean en los locales de fiestas de Beyoglu y que enloquecen a algunos turistas.
A los pocos minutos, se acercó un hombre bien vestido, un funcionario del Registro de Bienes Inmuebles, miró desde su altura la alfombra durante un largo minuto en el que Mordechai tembló porque reconoció que, en efecto, los tiempos buenos habían llegado. El hombre preguntó si estaba dispuesto a vender la alfombra y qué precio pedía por ella.
-No por menos de cien liras, señor.
-De acuerdo, despéjala de toda esa porquería que le has puesto encima mientras voy a buscar el coche. ¿No la habrás robado?

Mordechai negó con la cabeza:
-No señor, me la regaló un primo mío, ha pertenecido a mi familia siempre...
-Seguro que mientes, pero no importa, espera aquí hasta que traiga el coche.
Mientras el funcionario se alejaba, Mordechai leyó en un viejo libro, puesto a la venta y que el viento súbito, abrió por la mitad.
Un mentiroso es como un muerto, lo que hace vivir a un hombre es el poder de la palabra y si ésta es falsa, la vida del hombre muere. 

La releyó un par de veces, para entenderla, para sacar provecho de lo que,  sin dura, era una señal del destino. Mordechai acarició el lomo de un gato antes de soltarle un sopapo para ahuyentarle pues ya el funcionario estaba delante de él, dispuesto a recoger la alfombra. Cuando acabó la transacción hizo un hatillo con su levita donde metió la docena de cachivaches que le quedaban. 






Ilustraciones del libro The Beauties of the Bósforo, W.H Bartlett.Edición de 1838.

viernes, 6 de noviembre de 2009



Asombra y nos entra la risa floja cuando somos protagonistas de una casualidad que escapa a las leyes de la probabilidad. Las coincidencias que vienen acompañadas de significado son lo que Carl Gustav Jung definió como sincronicidades. Soy una buscadora de casualidades, las escasas ocasiones en las que dos hechos concurren y son significativos para mi, una inmensa alegría me transforma en una máquina de imaginar y anticipar casualidades a cual más extraordinaria. Lástima que no se cumplan mis deseos y las coincidencias aparezcan en contadas ocasiones.

De la enorme casuística sobre esta clase de hechos probados, he escogido dos , el primero de carácter profético y otro que tiene a Lincoln como personaje central.
En 1954, Lester del Rey, escritor de ciencia ficción publicó la novela Misión en la Luna, en la que se leía la siguiente frase:
La nave Apolón se posó en la superficie de la Luna y de ella descendió el comandante Armstrong.

Un estudiante de Harvard se dirigía a su casa para visitar a sus padres, cayó entre dos vagones de ferrocarril en la estación de Jersey City, New Jersey siendo rescatado por un actor que iba camino de Filadelfia para visitar a su hermana. El estudiante era Robert Lincoln, hijo de Abraham Lincoln. El actor era Edwin Booth, el hermano del hombre que unas pocas semanas más tarde asesinaría al padre del estudiante.

Ilustraciones: solapa de libro editado en alemania en 1930 y lámina de Splendor Solis, manuscrito alquímico del siglo XVI en el que se detalla cómo obtener la piedra filosofal,