sábado, 29 de mayo de 2010

¿Por qué no puedo ser bueno? se preguntaba Lou Reed en la película  Faraway, so close! ¡Tan lejos, tan cerca! de Wim Wenders.  Dos horas quince minutos de película en la que el ángel de las lágrimas hace todo lo posible para hacerse humano, lo consigue al final  de un rápido e intenso aprendizaje de su corta vida. Descubre un mundo de mortales, coloreado, irreal y absurdo. Cassiel, un ángel que cumple su deseo  de hacerse  humano. Un tipo raro, un inocente que en su existencia mortal berlinesa, se impone el nombre de Karl Engel y que le regala  al anciano Konrad la frase con la que le demuestra que puede morir en paz porque en su vida hubo un acto inmenso de amor que no recordaba: eres uno que fue hallado, le dice Cassiel a Konrad y  el viejo sonríe y recuerda. Sabemos que tiene razón el ángel del tiempo cuando corrige a Karl Engel en su disfraz de hombre convertido en acompañante de un capo:
-Estás equivocado, el tiempo no es oro, el tiempo es la ausencia de oro.

No sé qué quiso decir Wim Wenders con esta película y su hermana: El cielo sobre Berlín.  ¿Qué importa  la intención del director y si el mensaje es espiritual  o una broma mística?  Interesa la verdad de la imagen  y de la historia. ¡Tan lejos, tan cerca! emociona por su belleza y por sus palabras,  porque todos queremos ser buenos, aunque sea un segundo en la vida y que un ángel, alguna vez, nos eche su aliento en el cuello. Nos gustaría reconocer en esa leve corriente, como el pizzero Ángelo, el aire del Mensajero, muy cerca de nosotros a pesar de que la razón nos haga creer que anda muy lejos.  Necesitamos un ángel,  aunque sea un poco triste y torpe  como Cassiel, que nos diga  que la luz de nuestros ojos viene del corazón con destino a los ojos de los otros.     

http://www.youtube.com/watch?v=GfznAXht2o0

Imágenes: web de contenido público y  fotograma de la pelicula Faraway, so close! de Wim Wenders .                         

viernes, 21 de mayo de 2010

Rebequita

 A principios del año 2009  Rebeca juró cambiar su nombre por otro  menos evocador, menos peliculero, incluso menos abrigado. ¿Por qué mi madre tuvo que leer esa vieja y cursi  novela hasta aprenderla de memoria? ¿Por qué quiso que su única hija arrastrara el estigma de un nombre antipático que trae a la memoria las tardes frescas en las que las madres voceaban: niña, no te olvides la rebequita, parapetadas tras el collar de perlas de una vuelta a juego con los pendientes. 

Sí, Rebeca odiaba su nombre y también  las chaquetas de lana abotonadas y, para qué negarlo, se avergonzaba de su madre y escupía sobre las obras completas de Daphne du Maurier, encuadernadas en piel de vacuno, que reposaban sobre el velador de la galería; los escupitajos de Rebeca habían moteado la piel en tono más oscuro, tal efecto  fue atribuido  por la madre a un insidioso hongo que revivía siempre en verano, coincidiendo con las visitas de la hija. 

Si he de ser yo misma no puedo  seguir viviendo prisionera de un nombre, se repetía Rebeca un día sí y  otro también, hasta que decidió cortar por lo sano. En marzo empezó a practicar su nueva firma, sin rúbrica  ni otras zarandajas caligráficas y cuando  estuvo segura de su elección  pidió a todos sus conocidos -pocos- y amigos -escasos- que se dirigieran a ella  por el nuevo nombre: Raquel. Con variedad de burlas y risas contenidas de quienes consintieron en renombrarla,  se produjo  la sustitución, pero  como en la novela, la sombra de Rebeca estaba presente por todos los rincones administrativos y civiles, porque España, hija mía  le decía su jefa, no es Estados Unidos y aquí tu capricho no tiene cauce legal; allí podrías cambiarte el nombre todos los meses y decir que tu santo es mandarina o  Calatayud, que tanto da. Los ojillos de Rebeca, ahora Raquel, se anegaban en lágrimas porque comprendía la verdad de esas palabras y su  fatal destino onomástico. 

-Madre ¿cómo se le ocurrió ponerme por nombre Rebeca con el apellido de padre y el suyo? 

Rebeca, perdón, Raquel, habló a su madre de ese modo antiguo y despegado, el primer día de agosto cuando el sol de la mañana pegaba la primera bofetada en Murcia, lugar de residencia de la viuda de don Ramón  Pecho, la madre de Rebeca. La señora Lucía Abrigado sonreía displicente mientras sostenía en sus manos la nueva edición de las novelas de Daphne du Maurier

-Rebeca Pecho Abrigado, ¿Te das cuenta de la mofa que he padecido toda la vida?

-No sé qué contestar, hija de mis entrañas, lo hice por tu bien, pero si te gusta más Raquel, pues Raquel serás. Por cierto, no  me gustó tanto como Rebeca, pero  tampoco es mala novela Mi prima Raquel. 

Diríamos que el horror se dibujó en el rostro de Raquel (Rebeca) si  la historia fuera un melodrama, pero  lo que apareció  en la boca de Rebeca (Raquel) fue un rictus de asco y a continuación un grito que pudo escucharse en todo el edificio y luego el silencio, seguido de un acto cruel y muy poco literario. Las obras completas de la escritora británica fueron lanzadas al vacío  desde el  balcón  del cuarto piso, con el resultado de lesión inciso contusa en el hombro de un policía municipal y rotura de las gafas progresivas del director de la compañía del gas. Sin embargo, el final, como en la novela, fue feliz y compasivo con Rebeca. Hasta el  día de hoy no se ha podido averiguar la autoría del  acto vandálico, la defenestración criminal ha quedado archivada en una estantería oscura y maloliente a la espera de su prescripción.                  
         

sábado, 1 de mayo de 2010

Don Cleto Guadamuz

La erupción del volcán. Pintura de Antonio Vasquez. Guatemala.



Entre los oficios más asombrosos que un ser humano puede desempeñar, el de apagador de volcanes es, por delirante e increíble, el más novelesco y fantasioso. Sabemos que existió un hombre:a don Cleto Guadamuz y Lozano, nacido en Granada que murió a los 107  años y que se ganó la vida en Nicaragua, en el noble y quizás altruista empeño de apagar los volcanes y acabar con los temblores que tenían en vilo  a la población de Managua, allá por el año  1938.
Se sabe que por tan colosal trabajo fue remunerado con mil córdobas, y que habría paralizado otros volcanes que anunciaban erupciones, si el  gobierno  le hubiera soltado más pasta. 

En documentos oficiales de la época y periódicos de Managua se nombra a don Cleto como  apagador oficial de volcanes; su fama en los años treinta era enorme y, a pesar de que su teoría sobre la comunicación de volcanes en la profundidad de la tierra y el modo de someterlos a su voluntad, desafiaba el sentido común y el conocimiento científico, tuvo encargos oficiales que cumplió con éxito. 

Desternillante parece a nuestros ojos su método de apaciguar volcanes y mantener los movimientos de la tierra a raya. Don Cleto explicaba cómo apagar el volcán del Cerro Negro: daría tres pasos hacia adelante y seis golpes en el suelo con el pie. Luego señalaría hacia el cielo y pronunciando unas cuantas palabras misteriosas, haría que los fluidos de arriba se juntaran con los fluidos de abajo sirviendo mi cuerpo de puente, y entonces inmediatamente comenzaría a sentir el Volcán mi fuerza, apagándose tal vez violentamente o tal vez dentro de algunos días después de esta operación.

Sería fantástico  que tuviéramos entre nosotros a un mago como el granadino, que se plantara ante los volcanes activos hoy y ejerciera su oficio con la maestría de alquimista soñador y longevo; que   ante los ojos de los satélites y los mil artilugios que pueblan el cielo, amansara la naturaleza ardiente como si se tratara de un cachorro de perro, obediente a la palabra firme de su amo.