lunes, 28 de febrero de 2011

El millonario




El otro día rebuscaba en un baúl desvencijado donde guardo  libretas viejas, estampas y  cualquier cosa que hace años me parecieron dignas de conservar. Durante mucho tiempo había olvidado  que el baúl estaba en un rincón del  trastero, la memoria lo había relegado a una zona mental en sombra, de manera que cuando aparté una bicicleta vieja y un par de tablas de esquí de la época de Amundsen, el baúl emergió  como  una joya roñosa de gran valor sentimental. ¡Anda! ¡el baúl!  dije en voz alta y me acerqué a él con  precipitación infantil, sin reparar que el canto de un somier se interponía entre los dos, a la altura de la espinilla. El dolor fue  intenso pero no tanto como para hacerme olvidar mi objetivo,  materializado en objetos con mucho significado para mí, eso creía,  pues de lo contrario no los hubiera encerrado entre grilletes oxidados, dada mi naturaleza de cigarra tan contraria a almacenar cualquier cosa que no tenga un uso definido  e inmediato.

No desfallecí ante el primer  obstáculo: la cerradura estaba atascada, busqué a mi alrededor hasta encontrar un viejo piolet. Con la escasa luz de la  única bombilla, descerrajé el baúl  y ante mi apareció un sobre, tamaño folio, de color rojo sin ninguna indicación en el exterior. No recordaba qué podía ser, quizás unas instrucciones ¿tal vez quise advertir o dar explicaciones a quien abriera el baúl, en el caso de que lo hiciera otra persona que  no fuera yo? 
Me saqué  los guantes de jardinería  para limpiarme las lágrimas con el dorso de las manos, la espinilla no sólo latía sino que se regodeaba en el dolor hasta hacerme llorar.  Encontré  una esquela recortada de La Vanguardia del año 1984. Empezamos mal, me dije, leí  el nombre del finado, que omitiré por respeto y que no me provocó ninguna emoción porque en ese momento no tenía pajolera idea de quién pudo haber sido y, sobre todo, qué motivo tuve para conservar la necrológica dentro de un sobre rojo; también había guardado un breve obituario del difunto, publicado en otro periódico. 


Mientras leía las virtudes que adornaron al difunto y sus muchas actividades filantrópicas, afloró una escena de mi pasado. Fulano de tal había muerto sin dejar descendencia, ni testamento,  su fortuna valorada en más de 1000 millones de pesetas sería distribuida entre sus parientes, en caso de que hubiera alguno, y pasado el plazo legal  sin que nadie la reclamara acabaría en manos del Estado. Recordé que en 1984, el difunto había estado en mi pueblo. Ahondando entre las nebulosas de mi memoria, rescaté el día que lo conocí. 

Fue durante una cena de fiesta mayor; la imagen que recordaba era  la de un tipo raro y desagradable, un pobre infeliz que acababa casi todos sus frases con un  guiño seguido de un "estoy forrao" que siendo verdad, luego lo supimos, sonaba a gran mentira como recurso para concitar interés. Pocas semanas después murió, pero antes había donado cien millones de pesetas para la investigación de una cura contra la enfermedad de La Tourette -él la padecía- y otros cincuenta millones para construir un refugio para  animales abandonados. 
Se había hecho millonario con un negocio de chatarrería industrial. Apenas sabía leer y escribir, su origen, mitad payo y mitad gitano, ahuyentaba a personas que se tenían por mejor condición, era un desclasado  que  luchaba a brazo partido, y a golpe de billetes, por conseguir el amor y la amistad de sus congéneres sin conseguirlo. 

Volví a dejar  los recortes de periódico en  el sobre. El resto de lo que encontré en el baúl fue a parar al contenedor de basuras porque nada de lo que guardé años antes merece ser recordado. El sobre rojo,  un corazón vivo, duerme solitario en el baúl  hasta que dentro de otros tantos años alguien,  con suerte tal vez yo misma, rescate su nombre y lo pronuncie en voz alta como si fuera un rito mágico que  pudiera borrar el desprecio de una noche de verano. 


sábado, 19 de febrero de 2011


Esta semana he recibido el correo electrónico de una señora alemana que sigue este blog desde hace un año. Finaliza su mensaje pidiéndome que no le conteste  pues considera que todo lo que tenía que decirme ya está  dicho, no es amiga de polémicas y, por lo tanto,  no desea discutir sobre la opinión que le merecen mis relatos. En cinco párrafos de diez líneas, arial 12, reflexiona y se interroga  por los motivos que  me animan a presentar siempre, indefectiblemente  -reproduzco en cursiva sus palabras- personajes pobres, contrahechos, penosos, fracasados sin esperanza. Le indigna mi recurso a los tipos miserables en la narración, cuando el mundo está lleno de seres bellos y satisfechos. Opina que aumentarían mis lectores si  relatara el lado amable de la humanidad y olvidara para siempre la marginalidad en la que me recreo, como si  se tratara de una enfermedad.   Aquí, mi crítica lectora me pregunta si acaso esta malsana inclinación está relacionada con mis experiencias vitales. Escribe: he comprobado a lo largo de mi vida, soy una profesora de español, ya jubilada, que los escritores cuya obra se centra en las desgracias han sido o son portadores de alguna anomalía física y/o mental ¿es ese su caso? Me gustaría que fuera capaz de superarse a si misma con un buen relato en el que aparezca  gente feliz. Acaba su correo  con un frío atentamente y la posdata que ciega el paso a una respuesta. 

Señora O.. respeto su deseo y no voy a contestarle  por correo electrónico, ahora bien, creo que debo responder a  los interrogantes que me plantea, sirva este post para aclarar sus dudas  y sea también el  punto final a sus preocupaciones sobre mi estado físico y/o psíquico.  Hasta el momento conservo mis plenas facultades físicas; no padezco acromegalia ni enanismo, como sugiere en el tercer párrafo de su mensaje. Acabo de medir mi altura, puedo afirmarle que sigo siendo una mujer de 170 centímetros, sin marcas, cicatrices ni  tatuajes en mi piel, el resto de medidas anatómicas guardan proporción y son conformes a los cánones exigidos en estas fechas.  En cuanto a mi  salud psíquica, he de confesar que es posible, bastante probable diría yo, que padezca alguna tara, de la que soy consciente a ratos y según el día. Para su tranquilidad, ese desajuste no requiere ni medicación ni camisa de atar. Me reta usted  a escribir un relato de gente feliz. Pues ahí va: 



Todo estaba a punto para la gran fiesta, Diego se abrochó el  último botón de la camisa de seda blanca ,  el cuello y rostro habían sido rasurados con tanta meticulosidad que la piel estaba punteada de enrojecidas y minúsculas protuberancias, pero ¿qué importaba esa leve irritación? Nada. Observó su boca y  porte  en el espejo,  reconoció que su facha era deslumbrante, apenas deslucida por una joroba a consecuencia de una cifoescoliosis    una hombrera más alta que otra. En ese instante entró su esposa, una mujer bellísima,  de enormes ojos grises y una inteligencia portentosa, pero tales dones los ensombrecía  su  voz de timbre, un pito tan agudo que chirriaba en los oídos la pena que le ocasionaba no poder expresar toda la gama de sentimientos que albergaba en su tierno corazón. 
-Amor mío ¿han llegado ya los invitados?
Ella le calló la  boca  con un beso y otro y otro. 
Alguien aporreó la puerta de la casa adosada donde tan felices eran. En el jardín se oyeron las risas y los gritos de sus tres niños, rubios, listos y tan guapos que eran la envidia del vecindario. Los niños eran un  atajo de criaturas repelentes y malcriadas espontáneos y dicharacheros, un gran entretenimiento para todos los vecinos de la calle.
- Estamos insuperables, somos un matrimonio tan feliz.... murmuró Diego mientras le chupeteaba el cuello a su bella esposa - recibamos juntos a los invitados, querida mía. 
Cuando abrieron la puerta, la jodida comitiva judicial les mostró la sentencia y el requerimiento de desahucio señalado para ese día a las doce sus queridos amigos, que acababan de llegar de un crucero por el Báltico, se hicieron cruces de lo verde y crecido que tenían el césped  en pleno mes de agosto y en  Murcia, luego entraron  en el salón refrigerado, donde el servicio de catering tenía preparado un  aperitivo copiado de la carta de El Bulli,  que no pudieron probar porque acababa de llegar la policía local en auxilio del juzgado  para desalojar la vivienda  los bomberos para advertirles que estaba a punto de caer un meteorito. 

Continuará.
       
           
Ilustración de Ferdinand Misti-Miflier para la revista Le Critique. 1896-1900
NYPL. Digital Gallery.

Colette Calascione, The love letter. American Gallery
 

     

sábado, 12 de febrero de 2011



-¿Quién es usted?
- Sólo lo que ve. Un pequeño engranaje en la gran rueda de la evolución
- Es usted el engranaje más adorable que he visto en mi vida...
Amadeo echó un vistazo a la imagen reflejada en el espejo, que para más señas era la propia. Se ajustó bien la gorra de  polipiel, forrada en su  interior de poliéster imitación lana de carnero. Con la visera de la gorra y las gafas de sol podía pasar por uno de cincuenta años. Se limpió las puntas de los zapatones negros  -cuatro centímetros más que se añadían a su metro sesenta y cinco- restregándolos en la pernera del pantalón tejano, estiró la espalda y dudó un instante si crecer otros tres centímetros con las plantillas de silicona que se compró en las rebajas. Eligió quedarse como estaba porque  si la  mujer con quien estaba citado se enamoraba de él, que era lo más probable,  quería ser sincero desde el principio. Bebió un sorbo de tila antes de cortarse los pelos de las orejas, los muy puñeteros, se asomaban desde el tímpano, frondosos y duros como púas de erizo. ¡En fin!  la testosterona  tenia esos indeseables efectos, se decía Amadeo mientras regresaba a la salita  para  poner el cedé de los Creedence y escuchar Cotton fields, su canción amuleto para salir airoso en las aventuras amorosas. Ensayó su baile,  sin mover  los pies,  usando sólo la fuerza de sus hombros para contraer el pecho y estirar el cuello, lo hacía con suavidad, demorándose  en ese singular gesto, inimitable y de propia  invención. Paténtalo, le dijo uno la última vez que bailó  en La Paloma, a lo que Amadeo respondió: el copirrai es para los fracasados. La frase no era suya, la había leído en un dominical  y le gustó tanto que  la repetía siempre que tenia oportunidad e incluso sin que  viniera a cuento. Madre mía,  si él  hubiera querido, se decía al ritmo de Fortunate son, la canción de la siguiente pista, habría   sacado patente de todos sus inventos  y ahora viviría de rentas y en la Bonanova,  pero ¿y qué?  también era feliz en la Barceloneta, se apañaba con su pensión  y no necesitaba que nadie le ayudara a limpiar el piso. Concéntrate Amadeo, aspiró el aire y resopló. Si  Ella  no contestara:   Sólo lo que ve. Un pequeño engranaje en la gran rueda de la evolución,  yo no  podré decirle lo del engranaje más adorable y entonces será  Huston, tenemos un problema. Acercando mucho la cara al espejo del  baño, a donde había regresado sin optimismo,  se arrancó tras varias tentativas, cuatro pelos de las cejas, encrespados y blancos.  Se sentía decepcionado porque  la  mujer que iba a conocer esa tarde no habría visto jamás Ninotchka  y, por lo tanto, no podía ser la mujer de su vida.  De buena gana se quedaría en casa, pero tenía que ir a la cita  porque él era un hombre de palabra, y ella la prima de su amigo. 
-¿Quién es usted? - preguntó Amadeo a la mujer que estaba sentada  en la cafetería del Hotel Suizo con la  revista Punto de cruz, sobre la mesa. 
-Sólo lo que ve, una mujer fastidiada. 
La respuesta no era correcta pero demostraba que la mujer tenia temperamento y  reuma.   
-En ese caso, tengo un plan,  quinquenal, si usted quisiera compartirlo ... 

La imagen y el diálogo en cursiva que inicia el relato pertenece a la  pelicula Ninotchka,  dirigida por Ernest Lubistch en 1939  y   protagonizada por Greta Garbo y  Melvin Douglas.             

                                   

sábado, 5 de febrero de 2011







Quien conozca la obra del escritor y caricaturista británico Max Beerbhom, sabrá de un relato fantástico inolvidable: Enoch Soames. Quien tenga interés en disfrutar de un cuento perfecto lo encontrará, gratis en pdf, tecleando el título en Google. No  voy a destripar el argumento porque sería traicionar el espíritu que inspiró una historia redonda en su planteamiento y desenlace,  ahora bien, he de reconocer que si hubo un escritor que supo  viajar en el tiempo  a lomos del diablo, la vanidad humana y la ironía, fue ese caballero británico, atildado y socarrón. Vender el alma al diablo es el asunto de muchas obras literarias, en las que el comprador sale siempre victorioso, como no, pues el que vende esa delicada mercancía  a cambio de una perentoria necesidad o capricho -riqueza, poder y sexo es lo habitual- a la fuerza ha de ser un tonto o un ignorante, o ambas cosas porque bien sabemos  que en este mundo no se venden duros a cuatro pesetas, así que en el más allá, esa ley de sentido común estará tan vigente como aquí,  pues de lo contrario el diablo, conocido por su astucia,  no presentaría tal oferta.  A  Enoch Soames le pierde la inmortalidad literaria, es un miserable y  mal poeta que desea pasar a la posteridad como un Dante. Al final del cuento sabremos el precio del alma del poeta y nos asombrará  la visión profética del autor que nos presenta un lugar mítico de la cultura occidental a finales del siglo XX, en unas condiciones exactas a las que hay en la actualidad. 



Detalle del cuadro  Destiny, pintado en  1900  por J.William Waterhouse.