domingo, 29 de enero de 2012

Tarde de domingo



William Orpe, Self-portrait, 1910. The Metropolitan Museum of art.
 

Hace unas semanas, un suplemento literario publicó un artículo sobre un autor misterioso: Trevanian. Tengo los tres libros que se publicaron  en España, La sanción del Eiger -se hizo una película con Clint Eastwood de protagonista- La sanción del Loo y Shibumi.  Durante un tiempo, un mes más o menos, leí a Trevanian y Dorothy L. Sayers, mientras en el tocadiscos sonaba  Breakfast in America de Supertramp, que entonces me gustaba mucho y ahora no tanto.     

Los dos escritores, tan distintos, tenían como protagonistas a  individuos  cultos y sibaritas, en especial Jonathan Hemlock, profesor de arte, que mata por encargo, vive en una iglesia rodeado de pinturas de grandes artistas  y es el tipo  duro  que se las sabe todas; en cambio, Dorothy L. Sayers, tiene a Lord Peter Wimsey, cuyos recursos intelectuales y astucia  son más que suficientes para descubrir al asesino. No mata ni se le ocurre usar la violencia física, en todo caso, algún empujón y sólo para zafarse de perseguidores y en legítima defensa.  

He vuelto a Trevanian, y  he tenido que dejar el libro al cabo de pocas páginas, por aburrimiento. 


Dorothy L. Sayers sigue magnífica  e indestructible, y su personaje,  Lord Wimsey, tampoco  decepciona.  En la novela,  El misterio de Bellona Club,  el detective que lo es por ayudar a los amigos  y sin ánimo de lucro, está leyendo un ejemplar del siglo XIV, de Justiniano, que le produce un placer muy especial.  Así que tenemos  a un hombre que disfruta leyendo la compilación de Derecho Romano, y eso no es todo, cuando  le interrumpe el mayordomo  para informarle de una visita que le priva de tan agradable lectura, musita: ¡Diantre!

La escritora británica publicó su primer novela en 1923, el Londres de la época,  las costumbres y usos sociales han desaparecido, pero Lord Wimsey nos trae noticias de la sociedad,  la de antes y la de ahora, con toda la carga de hipocresía y mezquindades; también generosidad y una comicidad basada en las incongruencias  del comportamiento humano, que nunca pasa de moda y que la escritora supo  analizar con delicadeza sin despreciar la sorna.

Mi intención hoy era escribir de Machado de Assís y de su novela Memorias Póstumas de Brás Cubas, pero se me ha ocurrido poner a Supertramp en Spotify -en un ataque  de nostalgia dominguera- y  ya se sabe que la evocación de tiempos pasados es traicionera.  
De la mano de  It's raining again,  me he desviado de mi propósito y ahora  ya es tarde. Sólo diré que el escritor brasileño del siglo XIX, Machado de Assís,  concibe en estas Memorias Póstumas  un retablo moral, irónico y bien hilvanado. Es la crónica de un muerto que se empeña en contarnos sus inventos y andanzas mientras reflexiona sobre la teoría filosófica de un  loco.
              

        

sábado, 21 de enero de 2012

Cultura sin permiso.

Imagen de 1910, propaganda de un teléfono sin hilos. Paleofutureblog.


El escritor llega a algo a costa de estudios interminables que representan un capital de tiempo o de dinero; el tiempo vale dinero, lo genera. Su saber es pues una cosa antes de ser una fórmula, su drama es una experiencia costosa antes de ser una emoción pública. Sus creaciones son un tesoro, el más grande de todos; produce sin cesar, trae consigo disfrutes y pone en marcha capitales y fábricas. De esto no se sabe nada. Nuestro país, que vela con escrupulosa atención por las máquinas, por los granos, la seda, el algodón... no tiene oídos, no tiene ojos, no tiene manos, en cambio, cuando se trata de sus tesoros intelectuales. Señores, nuestra desheredación es infame; pero no crean ustedes que éste sea el peor de los males del pensamiento.

No pedimos socorro ni protección, no tendemos la mano. Suplicamos que se iguale el pensamiento a las mercancías; no amenazamos, suplicamos que no se nos despoje.

 
Honoré de Balzac publicó en noviembre de 1834 una carta dirigida a los escritores, el fragmento anterior pertenece a ella. El plagio,  las copias, el mercadeo con creaciones de otros sin que les sea reconocido el mérito, ni  pagado el trabajo a los artistas  significa el final de una cultura libre. 


Que existan webs en los que se intercambian archivos, que el tráfico de ideas  no se interrumpa y que la información viaje a toda velocidad a la disposición de cualquiera que tenga conexión  es una Revolución  con mayúscula, como nunca antes se ha conocido. ¿Hay que limitar una tecnología con leyes que penalizan esta gran ola de conocimiento y creación en manos de la gente?  

La respuesta es  no. Otra cosa es que  no hay  mercado en el que los bienes sean libres y gratuitos,  internet ha de someterse a unas reglas internacionales que garanticen la protección de los derechos de  propiedad intelectual  de creadores e innovadores, esa es la base para que pueda seguir floreciendo  esa nueva clase emergente creativa, en palabras de Richard Florida, que nace con internet y que se está convirtiendo en una cultura muy poderosa.    

La leyes que protegen contra la piratería, como el caso de SOPA y PIPA, son el intento a la desesperada de las grandes corporaciones de la industria  de distribución de contenidos  que ven en internet un territorio ignoto y amenazador, un dominio público para compartir y crear.  




Lawrence Lessing, en su libro Cultura Libre, explica  que en 1945 se produjo un  conflicto que acabó en los tribunales con una sentencia famosa. Venía  a cuento de la aviación que empezaba a tener un gran desarrollo. Granjeros de Carolina del norte con tierras cercanas al aeropuerto, veían  morir sus pollos al paso de los aviones de combate. Se presentó demanda contra el gobierno por invasión de la propiedad- el cielo sobre sus granjas-y el consiguiente perjuicio económico. 

El fallo del juez fue el siguiente:  el sentido común se rebela ante esa idea de propiedad de los cielos, por más derecho consuetudinario  que sea, las leyes han de ajustarse a las tecnologías de su tiempo.  




domingo, 8 de enero de 2012

Siberia

Autumm day, Sokolniki 1879.  Isaac Levitan


Siberia. Dieciséis mil kilómetros de punta a punta, desde Yakaterimburg hasta el mar de Ojotsk. Colin Thubron recorrió esa distancia  en su mayor parte en ferrocarril. Atravesó  Siberia  durante los años finales del imperio soviético.  En su libro En Siberia, cuenta que en algunas aldeas habló con viejos que no distinguían  el régimen zarista, la  Revolución y la Perestroika. En esas tierras se decía que el Zar queda muy lejos y Dios está muy alto,  quizás era una manera de que el forastero, noble ruso o camarada del partido, entendiera que el territorio estaba libre de esclavitud y de cualquier tipo de servidumbre externa. Un salvaje este, un lugar peligroso, una tierra marcada por la ley física del más fuerte.  El paisaje que describe  Colin Thubron es la pesadilla de un agorafóbico, está habitado por personas que deambulan por inmensas ciudades trazadas con tiralíneas estalinista y mucho, mucho alcohol en vena. 
  
 La Siberia. En Barcelona hay una famosa peletería con ese nombre, en la que jamás he puesto los pies porque los abrigos de pieles me sientan fatal y, de haber tenido dinero  para una marta cibellina o un visón, lo habría gastado en un viaje  a Mélijovo, donde vivió Chéjov en una casa con un jardín donde en primavera florecían los cerezos.  

Princezna. Alphonse Mucha


¡Espérame en Siberia, vida mía!  es una novela de Enrique Jardiel Poncela que leí  en la adolescencia y me dejó  una querencia tal por ese descomunal territorio que, a pesar de la tundra, la taiga, los lobos y  las minas, los borrachos y el fantasma de Rasputín, sería capaz de viajar hasta Novosibirsk en enero  para tomarme un refresco en la plaza del pueblo, e incluso si hubiera algo de luz, leería fragmentos de la novela que trata de amor y es tan  profunda que parece tolstoiana. Para muestra, un botón: 

El secretario continuó la lectura equivocándose más que nunca. Decía: 
 -Y estando acabando la sesión , y siendo yo secretario se me rogó el mes pasado  que...
El presidente le interrumpió:
-¿Qué pone en el acta? ¿Se me rogó o me se rogó? 
-Se me rogó 
-Pues se dice me se.
-Se dice se me.
El presidente le miró de un modo torvo  y pegando con el bote  en el borde del tonel, aulló:
-Se dice me se, bestia. 
Una pausa. El presidente continuó :
-Cuando ibas al café a comer ¿qué pedías entremeses o entresemes?
-Entremeses- contestó el secretario anonadado. 
-¡Pues entonces!