domingo, 16 de diciembre de 2012

¿Apocalipsis? Oui, c'est moi.

Detalle nacimiento de la primavera, Sandro Boticelli, 1485.



En  El desierto de los Tártaros, Dino Buzzati  nos cuenta la esperanza  de un hombre fiado a un inminente acontecimiento  extraordinario que le ha de  liberar  de la insoportable rutina.  Nunca sucede nada y esa es su perdición. Y aquí estamos, en nuestro particular desierto tártaro, a las puertas de un anunciado apocalipsis, un espejismo   que hace tanto tiempo que  está entre nosotros que  nos parece  familiar.   Nada preocupante porque antes del 21 de diciembre de 2012 nos han precedido incontables finales del mundo sin que nada haya cambiado, a pesar de que todo  parecía que fuera a cambiar para siempre. El catálogo de barbarie, organizada  y con ánimo de causar el mayor daño posible  es tan numeroso y conocido, que inútil  es volver sobre los  hechos, algunos tan cercanos en el tiempo y en el espacio que sobrecoge el ánimo la inagotable capacidad para el mal  de la que  somos capaces.


Detalle del manuscrito Voynich, 1400.
   
En previsión de que  la duración del apocalipsis se prolongue unos cuantos lustros,  me he construido mi propio refugio, sin agua ni barritas energéticas, y como arma de defensa personal, un spray  de salsa Tabasco -caducado- que pica pero no mata. 
Como todo el mundo sabe o debería saber,  el mejor refugio es personal  e intransferible, sirve para hacer más llevadera la última hora, que no es poca cosa.  Pensar en sobrevivir al Apocalipsis es un oxímoron como una casa, un error conceptual imperdonable que se paga  muy caro. Esa pandilla de optimistas descerebrados no saben que  acumular comida, bebidas y  armas les convertirá   -si no lo son ya- en gente mezquina  y  con un humor intratable, pendientes de las garrafas de agua y sin quitarle el ojo a las raciones, con la pretensión de salir sin anemia al paisaje después del Fin del mundo. Centinelas con la escopeta apuntando al insolidario que afana a escondidas una tableta de chocolate, confinados y revueltos en un sótano maloliente. Un infierno que no se lo deseo a nadie, infinitamente peor que el apocalipsis verdadero, del que no hay quien se libre, pues para eso se llama así y no  ciclogénesis explosiva, por ejemplo, y en todo caso, los encerrados en el refugio nuclear se perderán las trompetas,  los cielos abiertos y tremenbundos sucesos naturales  dignos de contemplar ( una sola vez en la vida)
Mi refugio  tiene apenas dos metros cuadrados, ya ve usted que sencillez,  y está en lo alto de mi casa, con vistas y la puerta abierta para que quien se le antoje, pueda quedarse un rato a charlar sobre los fenómenos de los que –dicen- seremos  testigos.  He empezado a prepararlo  hace apenas unos días, como todos los años en vísperas de Navidad.


Mosaico de Paolo Uccello, 1425. San Marcos, Venecia
  
Antes de las fiestas siempre elijo un libro con la pretensión de leerlo  en cuanto el frenesí de la celebración se apague y lleguen los  días tranquilos, entre Año Nuevo y Reyes. Sí,  me refiero a ese periodo en el que los adornos navideños ya están deslucidos, el musgo seco, las aciculas del abeto se caen y dejan un rastro de pelos verdes en  el suelo; cuando el muérdago verde brillante, que anticipaba la suerte  con sus bolitas glaucas  ha perdido la tersura y ya solo parece lo que es, un parásito, una cenicienta  de regreso a la  oscura cocina, incapaz de  cumplir su promesa.
En mi refugio  hay un libro, que ya está listo para ser leído, bien es verdad que le he echado algunos vistazos y que lo miro muchas veces  porque  su portada  es un presagio de felicidad. Y otro libro, pequeño, de bolsillo,  que hoy mismo he empezado a leer. No, no es una auto trampa, pues me he dicho a mi misma que el tocho, del mismo grosor que el Manual de Derecho procesal penal  cuya único servicio es elevar la pantalla del ordenador (alabado sea  el  Señor)  requerirá mucho tiempo, atención y sobre todo, disfrute.  Como digo,  esta tarde he empezado a leer el librito de Giuseppe Tomassi di Lampedusa,  se trata de una recopilación de ensayos sobre la escuela literaria francesa del siglo XVI. Lo publicó  Bruguera con el título  de Conversaciones literarias. Maurice Scève, el Mallarmé del Renacimiento, según el siciliano, ha sido lo primero que he leído antes de ponerme a escribir este post.



Toco la superficie, suave y satinada del volumen estrella de mi refugio para el final de los tiempos,  y he de confesar que cuanto más lo abro, más me gusta. Leo el prefacio del autor (sí, sí, he pecado,  ya he leído las veinte primeras páginas) más convencida  estoy  de que ese libro  fue escrito para el gran momento  que estamos viviendo. A Harold Bloom no se le ocurrió mejor idea que escribir Genios, un estudio sobre cien escritores, creadores divinos del mundo en el que apenas hemos empezado a vivir. Y la obra de 939 páginas la organiza según la representación del Árbol de la vida, los sefirots de la Cábala dan título a los capítulos. El símbolo cabalístico supremo de Dios, bajo la emanación divina de sus nombres, los sefirots –probable origen en la palabra hebrea seppir, záfiro-  son iluminaciones que otorgan la energía vital. 
¿Puede haber mejor refugio que tener entre las manos tal fuerza creadora?

Felices fiestas y un Apocalipsis al aire libre y, si es posible, con el horizonte despejado.