sábado, 5 de diciembre de 2015

Prudencio de Pereda y el teveriano Agapito




A partir del año 1898, miles de españoles emigraron a  Nueva York, un tercio de ellos procedían de Asturias, según recoge un estudio del profesor James D. Fernández, catedrático de Literatura y cultura española en la Universidad de Nueva York.  El pico de inmigrantes españoles en la ciudad alcanzó las 30.000 personas entre 1920 y 1930, y pocos años después, la Colonia dejó de existir porque la segunda generación, hijos y nietos de los inmigrantes, eran ya estadounidenses de pleno derecho, libres del paraguas protector de los compatriotas.        

En  la  Colonia española en Brooklyn nació Prudencio de Pereda en 1912. El nombre, de resonancia aristocrática, identifica a quien escribió en inglés cuentos y varias novelas jamás publicadas ni traducidas en España. La última de las obras que escribió fue Molinos de viento en Brooklyn, publicada por primera vez en Nueva York en 1960.

Apenas nada sabía de Prudencio de Pereda, la primera información me llegó gracias al blog de Jorge Ordaz, y de la reseña de Gregorio Morán en La Vanguardia, a propósito de la publicación, por primera vez en español de Molinos de viento en Brooklyn,  en la editorial de Gijón: Hoja de Lata 


Fotografia de la exposición  la colonia española en Nueva York


La pocos datos que se conocen de Prudencio de Pereda se pueden leer en los enlaces, de manera que no voy a redundar en la biografía.

El 1 de diciembre se presentó la novela en la Librería La Central del Raval, en Barcelona. Jorge Ordaz, Gregorio Morán y el editor de Hoja de Lata contaron  las anécdotas, coincidencias, casualidades, y también los obstáculos y esfuerzos que ha costado sacar a la luz esta obra. Faltó el traductor, Ignacio Gómez Calvo para explicar alguna particularidad del original  que merezca destacar.         

Me intriga un escritor de origen español, desconocido, de vida breve -murió en 1973-sin descendientes, amigos o conocidos que puedan dar señas de cómo fueron sus últimos años y del porqué de su opacidad literaria y personal. Otra rareza es que apenas existan referencias del oficio asignado a los españoles de la Colonia neoyorkina: la venta de puros habanos falsos que era la principal fuente de ingresos de los teverianos. No hay tampoco pistas sobre el origen y etimología de la palabra que daba nombre al oficio. 





Teverianos. Suena a grupo religioso protestante de rígido código moral, al estilo cuáquero. Nada más lejos, el teveriano Agapito es un personaje simpático que puntea la primera parte de Molinos de viento en Brooklyn, y personifica al pícaro de corazón noble que jamás traicionará a los amigos. El hilo de la historia cose las andanzas del narrador, de la mano de su abuelo, con el fulgurante enamoramiento de la viuda cubana y la iniciación sexual. Es también, en el retrato del carácter desabrido de la abuela, de las devotas-supersticiosas españolas, del anticlericalismo masculino, donde asoman las contradicciones culturales. Españoles de zonas preindustriales incrustados en una sociedad remota, moderna e incomprensible, dónde era tan fácil enriquecerse como tocar la ruina.                      

La narración tiene un inicio glorioso por su sencillez, induce a adentrarse en la historia para saber en qué consistía el negocio de los puros. 

Cuando era pequeño  pensaba que la nacionalidad de una persona determinaba su trabajo. Nosotros éramos españoles, y mi padre, mi abuelo y mis tíos se dedicaban todos al negocio de los puros.

Recomiendo no empezar a leer por la noche el diario  adolescente de  Prudencio de Pereda -novela de autoficción-, porque el efecto inmediato es no pegar ojo. En caso de no seguir este consejo, difícil de cumplir en mi caso, es necesaria una linterna frontal en la mesilla, para disfrutar de la lectura sin despertar al durmiente vecino o por si hay tormenta y apagón de luz. Leer hasta las tantas es un goce maravilloso cuando el motivo es una buena historia, bien contada y con un magnífico epílogo.