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lunes, 13 de junio de 2011

La genialidad de la perseverancia


                                                                 Le désespéré. Gustave Courbet.


El verano que cumplí  catorce años suspendí las matemáticas. Pasé las tardes de aquellas vacaciones con las ecuaciones de segundo grado y los problemas de álgebra. En septiembre aprobé la asignatura, pero sin ningún mérito porque  fue un regalo de despedida de las monjas; el curso siguiente ya no  iría al colegio, podría por fin liberarme del uniforme y vestir los adorados tejanos, con los que pensaba ir a las clases del instituto. Si hay que buscar culpables de nuestros fracasos para liberarnos de culpa o, al menos, compartirla,  los suspensos de aquel año tuvieron un ilustre cómplice: Honoré de Balzac. Perdí el gusto por las matemáticas pero gané una impagable lección moral que pervive en mí, grabada a fuego y que me ha servido para  iluminar  los oscuros callejones de la vida.  

Era Navidad y tenía trece años cuando distraje de la biblioteca de mi abuelo Las ilusiones perdidas. En dos días y dos noches, escondiéndome en la galería del lavadero y  bajo las sábanas, con una linterna que parpadeaba, leí con pasión y asombro el ascenso social, los amores interesados, la vanidad del poeta y el desagradecimiento con los que Balzac construye una obra colosal, en la  que advierte sobre los peligros de la búsqueda obsesiva del éxito literario y social. La degradación tiene un nombre:  Lucien Chardon, apellido que el joven poeta de provincias cambia por el de su madre: Rubempré, porque es más favorable a su objetivo que no es otro que convertirse en un gran poeta. Lucien lo tiene todo: belleza, ingenio, encanto, capacidad de seducción; también desprecia la  perseverancia y adora  la brillante vida social y el lujo de la buena sociedad  de París de mediados del siglo  XIX.  Otros habrán triunfado con esa trama de cualidades y defectos, pero Balzac escribe como vive y traslada a sus obras sus propias experiencias. El escritor sabe del poder del incipiente mundo de la prensa y la información para  hundir o entronizar personajes.  Lucien de Rubempré   tiene buenos sentimientos, quiere ser decente pero para conseguir triunfar necesita engañar, manipular, condenar  y traicionar,   así que Balzac nos enseña cómo un individuo de buen fondo, Lucien,  se convierte en una persona peligrosa a quien no le tiembla el pulso cuando ha de escribir un venenoso artículo contra la obra de un amigo, un libro que sabe extraordinario pero que es preciso denigrar si quiere prosperar en su carrera. La maldad tiene una presencia poderosa y Balzac la muestra en un ámbito, el de la prensa y los cenáculos literarios  en los que menudean los ambiciosos capaces de cualquier cosa para satisfacer una vanidad insaciable.  La ilusiones perdidas analiza la suave e imperceptible destrucción de las buenas intenciones, el ejemplo es un poeta de provincias incapaz de resistir las privaciones y el trabajo solitario del creador -cuánto sabía Balzac sobre esa clase de vida-. Lucien camina hacia el éxito apoyado en el engaño y la traición  más abyectas, pero en ese tránsito, el camino se convierte en un basurero moral, donde es imposible sobrevivir al hedor de los despojos abandonados.





Un  trabajillo en Madagascar, según se entra hacia el norte o el sur, ahora no sé muy bien, me impedirá escribir en el blog y contestar comentarios hasta septiembre. Es parte del contrato nada de internet ni teléfono móvil. Y como no están los tiempos para ir despreciando un sueldo, pues he aceptado y  allá que me voy a velar  por el  desove de las tortugas angonoka.  Un abrazo muy fuerte y hasta pronto.