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viernes, 4 de diciembre de 2009

Dream a little dream



En el bar sonaba Dream a little dream of me, la voz de Mama Cass parecía el eco de su juventud. Sonrió y miró la clientela,  escasa,  que ocupaba media barra. Ninguno tenía pinta de inspector, quizás el aspirante a encarnar la actividad sancionadora era el calvo de la corbata arrugada, aunque bien pudiera ser un vendedor de aparatos de limpieza industrial.Se preguntó si la Sociedad General de Autores sabía que el dueño del bar se pasaba el día poniendo y sacando los discos de vinilo que guardaba en un bargueño junto a la entrada del lavabo. Estaba seguro de que la música del bar no pagaba el canon porque, de lo contrario, Fermín habría despotricado durante días y habría suprimido la música, que era la seña de identidad del local. Hacía cuarenta años que se inauguró el bar La Garza, nombre elegido con la pretensión de que algún día se transmutara en un local semejante a La Oca, lugar moderno situado en la plaza, antes  Calvo Sotelo, ahora Francesc Macià; desde entonces, con breves interrupciones temporales -por enfermedad- el cliente había ocupado la última mesa del bar, bebía Coca cola  mientras escuchaba las canciones que, según él,  justificaba toda su existencia. Calculaba que pasaba 600 horas al año en aquel rincón,  un día tras otro reconstruía su pasado con la misma selección musical.
-Ponme otra.
-Allá voy.
Con la bandeja de acero inoxidable llena de rallajos, como cicatrices en la pulida superficie, Pepe se acercó hasta la mesa para dejar con su temblorosa mano la botella de refresco. 
-Ya no entra una titi decente en este tugurio. Un día vas a dejar de verme el pelo para siempre. Gástate la pasta y arregla el chiringuito, joder.
A Pepe le entró la risa

-Una titi, dices, ¿y para qué? si estás peor que yo. Anda, baja de la nube. Ninguna hembra se va con  un inválido, si no es con varios billetes de por medio. Ni siquiera te han dado la licencia para que aparques gratis y quieres una mujer a tu disposición. Serás  gilipollas.
-¡Qué licencia ni que leches! No la he pedido ni la quiero, so enterao. Además, habrá alguna mujer con sensibilidad que le importen otras cosas que no sea el vil metal, claro, como tú estás que ni te aguantas de pie. Con el tembleque ese,  que no te lo cura ni la Virgen de Fátima
Please, please Mr Postman... Cantaban las Marvelettes mientras el cliente bebía ansioso medio vaso de refresco, sin resuello. Como si acabara de regresar del desierto. Cuando acabó, eructó y también desahogó la rabia:

-¡Vaya bodrio de canción!
Pepe se llevó la botella vacía.
-Pues antes era tu preferida, antes querías oírla todo el santo día. Estás muy mal, jefe, cualquier día de estos te encierran en Sant Boi.
-No lo verán tus ojos, me corto el otro brazo si veo que se me acerca un loquero.
Uno de los clientes de la barra dirigió su mirada hasta la manga izquierda caída, desmañada y hueca de quien amenazaba con dejarse  sin la mano hábil.
-Quiere bronca– Afirmó un cliente de la barra al camarero cuando pasó junto a él.
-No. Tiene un mal día, si no fuera por él, hace años habría cerrado este agujero. Es mi hermano.
El cliente de la barra salió del local tras pagar el euro cincuenta del café con leche, pensó que tanto el dueño como el hermano tullido eran un par de deshechos sociales, sin contar que el café estaba infecto. De camino al párquin, apuntó en su agenda electrónica los datos necesarios para tramitar la reclamación de las cantidades adeudadas en los últimos años por difusión ilegal de obras musicales, sin haber satisfecho la cuota a la Sociedad General de Autores, sería el último requerimiento antes de interponer demanda judicial. Con gente como ésa, el país va directo a la bancarrota, desgraciados. El tráfico de salida estaba atascado, para entretener la espera, buscó entre los cedes ordenados en la guantera, insertó la recopilación de rancheras cantadas por Luis Miguel que le había bajado su mujer por internet y cantó a voz en cuello: que seas feliz, feliz, feliz, es todo lo que pido en nuestra despedida... 

Láminas de The Birds of south america. Brabourne, 1912.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Apoderada



En algunos raros casos, existe una sutil diferencia entre el enamoramiento loco y el cuerdo, la frontera entre uno y otro permanece invisible para el observador distraído. Sucede así con los gemelos, aquellos que son indistinguibles hasta para su propia familia. Quizás una leve inclinación de la ceja derecha, o bien el iris media tonalidad más clara, en todo caso, sólo el ojo experimentado puede apreciar los rasgos que definen las particularidades de dos individuos idénticos.
Encarna padecía de amor loco, aunque nadie lo diría porque su conducta era modélica y no había en ninguno de sus actos asomo de las obsesivas y recurrentes manías que caracteriza a quien padece de tal mal. No hablaba de él con nadie, tampoco perdía las horas en  investigaciones sobre sus actividades actuales y pasadas. No se devanaba los sesos con el análisis minucioso de las palabras de su amado, interpretadas según el humor del momento, con este o aquel sentido oculto. Encarna disimulaba su locura con éxito. El aire de serenidad y aplomo que mostraba era un imán que atraía hacía sí a compañeros y clientes de la  oficina bancaria. La tenían por persona cabal, la consejera financiera más inteligente, la orientadora sentimental más sagaz y sensible

Encarna era apoderada y, en un futuro no muy lejano, directora de la pequeña sucursal del pueblo, y más adelante, con toda seguridad, la ascenderían para trasladarla a la central, en la ciudad. Su competencia profesional le auguraba un futuro de lisonjas sociales y reparto de beneficios, sin embargo, alguien había hecho una gran trastada en la caja. Alguien tenía la mano muy larga. El destino lo vistió como un hombre bajito, con pelo cortado al uno y poseedor de dos teléfonos móviles que siempre llevaba en su mochila, con el resto de herramientas laborales.  El destino lo condujo hasta la oficina de Encarna con el objetivo de solicitar un crédito y evitar el embargo.

-¿Posee inmuebles de su propiedad?
- No.
-¿Avales o bienes que puedan garantizar el crédito en caso de impago?
-No.
Encarna miró al peticionario, o sea, al hombre que tenía delante, mal sentado en el borde del sillón mullido y supo, la voz interior le gritaba hasta ensordecerla, que ése desharrapado y ella compartían la misma línea del destino. Como Romeo y Julieta.
 -¿Está usted casado?
-Sí
-¿Hijos?
-Tres
La declaración de paternidad unida a la ruina económica la enloquecía, insistió:
-¿Su mujer  trabaja?
-No.
-¿A cuánto asciende su solicitud?
-Pues...a doce mil euros.
-¿Solo?
-¿Es que puedo pedir más sin tener nada detrás que me avale?

-Claro, si lo sabré yo. Pida, no se quede corto
-¿Treinta mil es mucho?
Las manos de Encarna caminaron sobre el teclado del ordenador hasta alcanzar la pantalla:
-No, es poco, según indica este modelo que estoy viendo, le vamos a dar cincuenta mil con un interés al cuatro por ciento en treinta años.
-¿Pero… eso se puede...?

Una sonrisa pacífica acompañado de un leve suspiro confirmo al peticionario que sí, que se podía. Desde ese jueves del mes de septiembre de 2008, Encarna  
recibe todas las semanas a su amor secreto en el despachito acristalado,para entregarle los quinientos euros por semana, sin papeles de por medio, ni firmas, ni corredores de comercio. Para colmo, tampoco le aplica el  tae.
El recelo del peticionario desapareció la segunda semana, el día que Encarna le confesó que ese dinero que le regalaba pertenecía a un fondo financiero de alto riesgo, que ya había quebrado cuando lo de Lehman Broothers.
-Ese dinero lo tenía apartado para ayudar al prójimo. Lo he endosado a las pérdidas por transacciones arriesgadas ¡Que les den morcilla a los de Wall Street!
-Eso, que les den, pichoncita mía!- Contestó el peticionario, medio enamoriscado de la perturbada que le pasaba el sobre semanal, con puntualidad de reloj atómico. 

Ilustraciones, National Library of Medecine.
Anatomía de la mano, Finletti Odorado, 1513-1638 y
Cavidad torácica, William Fairland, 1880.

martes, 1 de septiembre de 2009

El lenguaje de los pájaros





-¡El niño es un auténtico cabrón! Y no sabes ni quieres saber la clase de individuo que estás educando.
-¡Bah! Eres un exagerado, el niño es travieso, como todas las criaturas a su edad.

Rita cambió los pañales a la criatura, que respondía al nombre de Santiago, "Tago" para la familia. Cuando acabó de asearlo, lo sentó en su silla, le acarició con el dorso de la mano la mejilla de piel sonrosada y besó los ojos vivarachos. Qué bien hueles, cielo mío y qué celos te tiene tu padre, pero tú no sufras que mientras yo esté aquí, nadie te hará daño. Tago dejó caer la cabeza sobre el pecho. Lo entiendes todo ¿verdad? Y Tago respondió con una mirada en escorzo, casi sin parpadear. Sonríes porque sabes que tengo razón. Hala, te quedas ahí un rato y le haces compañía a Tibi.
Tibi era un periquito inglés de plumaje color turquesa que había cumplido cinco años, la misma edad de Tago; fue el regalo de nacimiento de su madrina con el propósito, según ella, de que le sirviera a Tago para superar la enfermedad. 

-Me habría gustado regalarle un caballo porque he leído que los caballos ayudan a niños con problemas, pero, luego he pensado que dónde ibais a meterlo y claro, me he decidido por un periquito inglés que dicen que son lo más listos.

Mientras la madrina, que no era otra que su cuñada Fina, hermana de su marido, ofrecía la jaula con el periquito, Rosa pensó que debía ser genética la mala leche porque de lo contrario era inexplicable que su marido y ésa cínica compartieran el mismo carácter y tuvieran tal desfachatez. Un caballo, decía que quería comprarle a Tago, como si la rácana se hubiera gastado alguna vez algo decente en un regalo apropiado
-¿Y no has pensado en comprar un delfín?

-Pero Rita y dónde ibais a meterlo, por Dios, que yo al pobrecito le compro lo que le haga falta, pero si por no tener, no tenéis ni bañera entera en este pisito raquítico.


-No vuelvas a llamar a mi hijo pobrecito y te metes el periquito por la oreja, a ver si te enseña a piar y dejas de decir chorradas ¡falsa! El periquito se quedó en la casa porque entretenía al niño.

El nacimiento de Tago  provocó dos secuencias, la primera, que su cuñada le guardaba el aire desde entonces; y la segunda, el descubrimiento de un amor inconmensurable, como nunca había sentido antes, hacia ese niño, su hijo, que sólo se comunicaba con gestos y gritos. No necesitaba más porque ella sabía exactamente qué quería, qué sentía, qué le gustaba y podía interpretar todas las modulaciones de sus roncos gemidos.
-Y otra cosa te digo: es la última vez que hablas así de Tago, y menos estando él delante.
-Pero si es un trozo de carne que no se entera de nada y sólo grita, por tu culpa, que solo sabes consentirlo.

Rita miró a su marido, en camiseta con el símbolo de la discoteca Pachá  en el centro de su barriga, pantalón corto, repantingado en el sofá, con un plato de cacahuetes delante y la tele encendida. 

Dirigió la mirada hacia Tago y el periquito, ambos en el balcón, en la tarde calurosa de verano y comprendió el lenguaje secreto con el que se comunicaban el pájaro y su hijo. Un sonido largo del periquito, prrirrirri, era contestado por un corto gemido del niño, ahhhh. Durante varios minutos siguió, sin entender, la conversación entre las dos especies, maravillándose frente a esa inteligencia sobrenatural que unía en un mismo lenguaje a las dos criaturas y por un instante comprendió y se hizo cargo de su insignificancia frente a la grandeza de lo que estaba sucediendo en el balcón. Entonces se le ocurrió una idea, o más bien, fue una iluminación un soplo celestial porque, sin reflexionar, sin saber la razón, pronunció la siguiente frase. .
-Julián, ese hijo no es tuyo.
-¿Ehhh?

Así fue como la declaración de Rosa provocó un ictus cerebral en su marido. En pocos meses, en cuanto le dieron el alta en el hospital y pudo regresar a casa, 
Julián habló, por fin, con su hijo. Por las tardes Rosa dejaba solos a los tres, el periquito sobre la mesa supletoria entre las dos sillas de ruedas, para que pudieran conversar a sus anchas mientras ella se iba a trabajar




Ilustraciones: Giambapttista della Porta
De humana physiognomonia libri IIII .
National Library of Medecine. Unites States

domingo, 9 de agosto de 2009

Café Doré





De todas las personas que frecuentaban el Café Doré, Chantal quien provocaba mayor admiración entre los clientes y personal de servicio. El propietario del Café se había empeñado en darle al local un aire decimonónico, y para eso había recurrido a las molduras de yeso en forma de guirnaldas que caían por las paredes y enmarcaban grabados antiguos –falsos- y una reproducción del cuadro de Jean Baptiste Corot, en el que una ninfa descansa desnuda sobre un prado y  mira al frente, inquisitiva. Repose se titula el cuadro. La reproducción, en lámina de dos metros por dos metros, ocupaba la pared derecha del Café y se reflejaba en el gran espejo de la pared izquierda, la ninfa controlaba el negocio y todos los ojos se dirigían a su mirada. Hasta que una noche llegó Chantal. No sabía cantar, no era una belleza, ni era joven, pero tenía el alma de artista y sabía susurrar, entornar los párpados y recitar estrofas que enardecían a la concurrencia. En el Café Doré, un pianista amenizaba el ambiente a partir de las once de la noche, tenía un repertorio facilón, lleno de melodías tristes:
-Está comprobado, Eusebio, que las canciones antiguas estimulan el consumo de bebidas alcohólicas caras. Eso es científico, así que nada de los cuarenta principales, tú dale a la vie en gos, al jetendré a...a Mayguey, del Sinatra
-Las francesas no se me dan bien.
-Pues te las aprendes porque quiero convertir este local en el lugar más selecto de la ciudad, nada de moderneces, ni internets, ni hilo musical, quiero un café congelado en el tiempo.
Al cabo de unos meses, un público nostálgico, clases pasivas y desocupados, pasaba la medianoche sentado en las butacas de terciopelo rojo escuchando una y otra vez las mismas melodías.

Chantal apareció una tarde y le pidió al dueño que le permitiera cantar todas las noches, dos canciones, sin cobrar nada y hasta el verano, que era cuando tenía previsto trabajar en un chiringuito de la costa.

-No sé si gustará, a ver cante algo, pero aquí no queremos la canción del verano, nos gusta más lo clásico.
-Precisamente, eso es lo mío.
Y así durante dos meses, Chantal cantó Paloma negra y Un mundo raro, su voz relataba en un tono de conversación intima:

Ya no puedes con mi honra parrandera, si tus caricias han de ser mías y de nadie más y aunque te amo con locura, ya no vuelvas...

La voz de Chantal era algo ronca y no sabía entonar pero las letras murmuradas con desesperación auténtica, anegaban de lágrimas los ojos del personal. De tanto repetirlas acababan cantándolas a coro, en un rito colectivo de liberación y desahogo. Si hubiéramos hecho, si nos hubiéramos atrevido a decir... Esas eran la clase de divagaciones de la clientela cuando acompañaban por lo bajo a Chantal; ella convocaba los viejos espíritus de los amores idos y de las ilusiones perdidas. Hasta que llegó julio Chantal echó a volar. Escribió la siguiente tarjeta que fue entregada al dueño del Café Doré, según detallada nota, una semana más tarde de su óbito. Dentro del sobre había  cien euros.
Ojalá que os vaya bonito, os invito a cava para celebrar que ya se acabaron las penas.
                              



Repose
Jean Baptiste Camille Corot, 1796-1875.

sábado, 27 de junio de 2009

Saxífraga




No había día que Saxi -abreviatura de Saxífraga- se fuera a la cama sin antes beber una Coca Cola de medio litro. Para Saxi, la Coca Cola era su valeriana, su vaso de leche caliente y su tila. Ese líquido dulzón y pejagoso al tacto era su único vicio. Una adicción que contravenía el sentido común y las prescripciones médicas. Ni la cafeína de la bebida ni su efecto efervescente le causaba a Saxi ningún trastorno de salud o de sueño, al contrario, si por una de esas circunstancias raras en su vida, se quedaba sin Coca Cola, no había ninguna posibilidad de que pegara ojo en toda la noche.
-Saxi, hija mía estás como una puta cabra, me perjudicas, me das mala fama. ¿Con qué cara puedo recomendar a mis pacientes que se tomen una infusión de melisa y azahar para conciliar el sueño? Si es que estás poseída por Satanás, príncipe de las tinieblas. Si al menos quisieras tomar la Coca Cola de los huevos sin cafeína o light, pero nada, tú, con tal de joder a tu madre, haces el pino en un cable de la luz.

Saxi no contestó, continuó envolviendo lentamente un paquete de pastillas de magnesio para la clienta que le acababa de hacer el encargo por teléfono. Ante el silencio de su hija y la parsimonia de sus gestos, Lupe se retorció las manos y  atusó la cabellera rubia que le llegaba casi hasta la cintura regordeta y recta, con un nerviosismo que anticipaba uno de sus ataques de ansiedad.
-¡Sí, sigue, callada y burlándote de mí! Cría cuervos, así me lo pagas, con el sacrificio que te he dedicado, el mejor colegio de Barcelona, la mejor ropa y mírate, estás hecha un adefesio, fea y  sebosa.
La puerta tintineó para dejar paso a dos mujeres jóvenes.
-Buenos días, ¿en qué podemos servirlas?
-Mi amiga y yo queremos que nos de algo para animarnos un poco, pero que sea natural ¿eh? nada de química.

-Todo es química- dijo Saxi con un tono de voz seco.
Química, química! ¡Bah, paparruchas! No hagan caso, mi hija anda muy preocupada por el medio ambiente y -Lupe se llevó el dedo índice a la sien, moviéndolo en círculos, gesto universal de chifladura.
-Les voy a dar un producto natural cien por cien que me lo traen de la Amazonia, de los indios Yanomami.
Se oyó una carcajada que retumbó en la estrecha tienda de productos de herboristería.
-Yanomami, ya te gustaría a ti que fuera de esos indios, eso está hecho en Granollers. No engañes, madre.
-Saxi, haz el favor. Disculpen, mi hija está muy delicada de los nervios.. Esto es Maca y Guaraná, infalible. ¿Para qué lo quieren? ¿Para los estudios, quizás?
Contestó la mujer más alta de las dos. No apartaba la vista de Saxi,  la miraba con fascinación de antropóloga ante una desconocida especie humana.
-Es para aguantar por la noche, es que somos azafatas.
-Azafatas, claro. De congresos y ferias. ¿A que sí? De esas que acompañan a los señores a hoteles de lujo…mmm.
-Qué cruz tengo. Perdonen, mi hija no sabe lo que dice, está enferma. Como les decía. Esto es ideal para aguantar todo el día  sin sentir el cansancio. Treinta euros bien gastados.
La mujer alta, con los brazos cruzados sonreía con retintín mientras la otra  pagaba.
-Yo a ti te conozco.
-¿Sí? Pues no sé de qué.
-Tú eres Vanessa, la que trabajó hace dos años en el tugurio de Richi, una tarde por semana, conocida como la marquesa, por los pocos clientes que te hacías.
-¿Cómo? Se confunde, mi hija ha ido a las Teresianas,  jamás ha pisado un antro.

-Si usted lo dice. Adiós marquesa, que ya sabes, en Richi siempre andan buscando las de talla ciento veinte.  
Cuando las mujeres se marcharon Lupe le preguntó a su hija con la voz temblorosa.
-¿Has practicado el pu... la prostitución?  Saxi , ¡por Dios, no me mientas!
-Pues sí, era entretenido y se conocía gente.  
-Lupe se dejó caer en la silla, detrás del mostrador. No podía imaginar que esa criatura a la que parió cuarenta años antes, poniéndole el nombre de  saxifraga longifolia, planta perenne preferida de su marido, el ya difunto insigne botánico, ateo y masón Salustiano , hubiera sido una meretriz por horas y por vicio. Con lo que le costó inscribirla en el registro civil, que el encargado se negó al principio, hasta que le convencieron de que Saxífraga era tan correcto, a efectos registrales, como Violeta o Rosa. 
-¡Qué degradación moral! si tu padre te viera.
-Pues estaría muy contento porque él creía en el amor libre y en el nudismo integral.
-Sí, pero el amor libre y gratuito, no de pago, desgraciada.

-En eso tienes razón, pero gracias a ese dinero pagué el crucero que hicimos por el Rhin -Con esas palabras y por ese día, madre e hija hicieron las paces.

Ilustraciones: cactus: Iconographie descritive des cactées. Antonine Lamaire, 1800-1871.
Flor de cerezo: Gifu prefectural library. Japón, acuarela inspirada en la colección del botánico Miyoshi.

domingo, 21 de junio de 2009

Autoridad




Tumbada en el césped entrecerró los ojos para mirar a hurtadillas las nubes, y esas líneas de color blanco que dejan los reactores de los aviones cuando surcan el cielo. Eran casi las nueve de la noche pero aún había mucha luz, apenas unos minutos antes el sol desapareció detrás de los edificios del parque. Del zoo le llegaba el rugido de los animales de la selva y el canto de cortejo de los pavos reales. Aves que emitían trinos, gorjeos, llamadas y gritos  que se escuchaban a  un kilómetro a la redonda. Frente al museo botánico con su invernadero decimonónico, ahora convertido en restaurante, Encarna se sentía en completa armonía con el Cosmos. No deseaba ni temía nada, era un nirvana al que tenía derecho una vez al año, la víspera del solsticio de verano. Mientras otros echaban petardos por las calles, ella se acostaba sobre el césped, pringoso de meadas de perro, rodeada de cagarrutas y garrapatas insidiosas, para oler la hierba i reseca, mirar el cielo y escuchar el alboroto de los animales cautivos. ¿Quién soy yo? cuarenta y cinco años haciéndose la misma pregunta sin saber la respuesta.  ¿Qué personaje soy?  ¿A quién interpreto? ¿Cuál de entre todas las identidades con las que se exhibía en sociedad la definía mejor? Volvió a entornar los ojos, tanta felicidad le daba risa, quizás sólo era ese trozo de carne sobre una hierba podrida en mitad de una gran ciudad, presa como esos animales salvajes, en un entorno que no era el suyo.
-Señora que vamos a cerrar el parque, y está prohibido tumbarse en la hierba, venga arriba.
Encarna miró al guardia, un pipiolo que no llegaba a los treinta y sonrió con una pizca de pena por el chaval, que iba a recibir más palos que una estera a lo largo de su vida. Si lo sabría ella, mientras se levantaba y se calzaba los zapatos de tacón de color beige con hebilla, preguntó:
-¿En qué comisaría está destinado?

En el tono de autoridad de Encarna reconoció el guardia que esa mujer era  una mandamás.
-¿Por qué lo pregunta?
-Por curiosidad, simple curiosidad.
Encarna se dirigió a la salida del parque más cercana, sin que el guardia se atreviera a decir ni pío, se quedó allí mirando como la mujer se iba sacudiendo los restos de hierba y ahuecándose la media melena rubia. La perdió de vista en cuanto llegó a la estatua dedicada al general Prim. A las puertas del parque esperaba el  Audi blindado conducido por un chófer uniformado y seguido por un coche escolta.
-Lléveme a un parque que no cierre tan pronto.

-Señora ministra, hoy a las diez hay audiencia en la capital y el avión la está esperando, no podemos retrasarnos más.
-¿No podemos retrasarnos? ¿No puedo ir al parque? pues vaya mierda de trabajo.
El chófer echó una ojeada por el retrovisor a la mujer que se sentaba en el centro del asiento de piel, y que con gesto enfurruñado se pintaba la raya de los ojos, atenta a su espejo de mano. 
El chófer aceleró, se saltó un semáforo en rojo y duplicó la velocidad permitida en la ciudad. Si no fuera por esos pequeños placeres de los que disfrutaba, por ejemplo la transgresión de las normas de tráfico y el uso a discreción del cachirulo luminoso y la sirena, haría mucho tiempo que habría cambiado de oficio.




NYPL. Uniformes militares del S.XIX. Ilustración caja de cerillas

martes, 9 de junio de 2009

Comercio




-¡Qué idiotez pretender endilgarme esa basura! Tú a mi no me conoces, no tienes ni la más remota idea de la clase de persona con la que estás hablando. Ahueca el ala, desgraciado.

-Usted se lo pierde. Esto es lo que hay, como esos no va a encontrar otros, son de una princesa de Mónaco.


-Ya se nota. De la princesa, más conocida como Manolo el cachas, hombre venga, deje de tomarme el pelo. Si estos zapatos son del 41 por lo menos, y pasados de moda, cursis y completamente invendibles. ¿Me quieres engañar a mí, jodido imbécil?

-Hombre, digo yo que por cinco euros que pido, no es un mal trato.

-¿Pero tú has visto mi negocio? Esta es una tienda de anticuarios no los encantes ni la chamarilería de un gitano, venga fuera. Laargo de aquí

Julito retrocedió hasta la puerta sin dar la espalda, lo hizo con cuidado, con parsimonia, un poco desafiante, necesitaba esos cinco euros al instante y el hombre  que tenía enfrente se había envalentonado. Un chulo con ganas de atizarle, circunstancia que le impedía su clásica maniobra de distracción para hacerse con algo  de la tienda para revender más tarde. Las antiguallas que tenía a mano en el pasillo que conducía a la puerta, eran demasiado grandes para cogerlas y salir corriendo. Le faltaba valentía y menos hambre también. Sin esa debilidad mareante que le tambaleaba, se habría cuadrado, y con la navaja suiza algo habría mercado sin que el grandullón le pusiera objeciones.

-Que te largues he dicho.

Ya en la puerta, Julito sacó fuerza de flaqueza, aún con la saliva seca y blanca asomando en las comisuras, debido al nerviosismo, amenazó:

-¡Te vas a enterar!

Echó a correr por la calle Banys Nous hasta que llegó a la Plaza de la catedral, allí se detuvo jadeante, se sentó en un rincón de la escalinata. Miró los zapatos de salón que guardaba en la bolsa de supermercado con la esperanza de qué se le ocurriera una idea brillante, sacar provecho de ellos, aunque fueran dos euros. A su lado se sentó una turista inglesa de mediana edad, posaba con una gran sonrisa, mientras su amiga preparaba la cámara.
Julito la miró de soslayo. El bolso que llevaba amarrado al cuerpo, parecía de fácil arranque. Se hizo el tipo fino, no quiso despertar suspicacias:  

-Please, money for me, please madame, five euros this shoes.

La madame no se asustó del extraño que la miraba como  mira el desahuciado a una santa con una petición de última hora. Miró los zapatos que le mostraba Julito. La amiga aprobó la mercancía con entusiastas movimientos de cabeza y varios good y nice. Se los probó la primera, parecían hechos para ella. Por fin, el billete de cinco euros fue a parar de las blancas y cuidadas manos de la inglesa a las oscuras y temblorosas de Julito.



Grabados de Gustav Doré para las fábulas de La Fontaine.

viernes, 29 de mayo de 2009

Desorden




Juliette  guardó el  móvil en el bolsillo lateral del bolso, reservado precisamente para tenerlo ahí. Para Juliette el orden era lo más importante en esta vida, todos los objetos debían estar en su lugar, una vez se les había asignado. En caso contrario, Juliette se encolerizaba hasta transformarse en una bestia ciega a la razón.

El desorden, la anarquía  como ella lo denominaba, merecía el peor castigo, su primer impulso era morder, herir, castigar  a quien se había atrevido a alterar el orden. Un libro fuera de su anaquel  o  un vaso apartado de la estricta posición de formación militar en el armario de la cocina, provocaba un ataque de ira incontenible. Mantener el orden y la limpieza significaba paz y serenidad, incluso sentía algo parecido al amor cuando observaba, implacable, que todo estaba en el lugar correcto. En ese instante, la vida rozaba la perfección, rota, como siempre, por la visión de esa arruga en el sofá o el pliegue mal planchado de la camisa.

Su tercer matrimonio con el psiquiatra, el único hombre que creyó  comprensivo con su manía, también fue otro error. Al principio el tercer marido significó una recompensa muy merecida, el fruto de su búsqueda del hombre perfecto. La excelencia andante. No hay  bien que dure, no cien años, apenas unos meses. El muy mostrenco le comunicó aquella misma mañana  por mensaje wassapl, el colmo de la cobardía, que ya no quería seguir  con ella, que había empezado el  trámite del divorcio. Que para no verla se había ido a pasar unos días a Cuenca y que, por favor, empaquete sus pertenencias y deje expedito lo antes posible el piso. La vivienda era propiedad exclusiva de él, heredada de sus padres.
Según él, la situación es insoportable yl es perjudica a los dos. Juliette ha sacado su llavero del bolsillo interior del bolso y ha mirado detenidamente el manojo de siete llaves, ordenadas por tamaños, de mayor a menor, según se mira por la derecha. En el piso, hasta ahora hogar conyugal, Juliette ha recordado que el motivo de esa ruptura imprevisible la ha provocado con saña y estrategia criminal el psiquiatra marido. Sobresalía por su astucia, era su cualidad o defecto más destacado, según se mire. Hoy era un abominable defecto.


Desde hacía una semana, siete días de contención y agonía que la estaban enloqueciendo, los yogures, que ella alineaba por fecha de caducidad en el primer estante de la nevera, eran por sistema mezclados, repartidos con aleatoriedad asesina en la huevera, el verdulero y hasta en el congelador. El malicioso Le desordenaba la recta columna que ella revisaba todas las noches antes de irse a dormir. Lo haría de madrugada porque antes era imposible, pendiente como estaba de los movimientos de él, no se atrevió a pisar la cocina.


Las siete mañanas anteriores comprobó con horror el caos de mermelada y yogures, salsas y botellas dispuestos sin criterio, para fastidiarla.


Ese mal inicio del día propició un desquiciamiento progresivo. Ya no podía más y esa misma mañana, Juliette había ido al baño donde se afeitaba su vil marido y con una habilidad propia de campeona de esgrima, le  clavó el pela zanahorias en la nalga izquierda, tres centímetros. Nada  grave. ¿Qué había hecho él? ¿Se disculpó por el tormento que le causaba el desorden? ¡Qué va!  Gritó como un cochinillo en época de matanza, la echó del baño a empujones. Pidió una ambulancia, lloriqueaba como un niño por una raspadura de nada. Luego, casi la mata con el jarrón chino que le tiró a la cabeza. Que saliera de su casa, si no quería ser arrastrada por la policía, a la que pensaba llamar si no desaparecía de su vista. 


Juliette obedeció, se marchó a su trabajo un poco más aliviada y diciéndose a sí misma que la incisión del pela zanahorias en esa parte blanda había sido su último recurso tras una semana de insidias y tormentos, de burlas cargadas de insultos, disimulados con nombre de enfermedad mental. Ahora su marido quería el divorcio, Juliette sonrió, tenía las llaves del piso. Se dirigió al armario de los trajes los tiró sobre la cama, añadió las camisas y la ropa interior y también los dos jerseis favoritos del psiquiatra, de cashemir. Una vez hecho el montón, derramó sobre media docena de riojas, un bote de ketchup, otra de mayonesa light, tres Coca colas y dos camparis. Viendo ese desorden y suciedad sintió un gran placer, por primera vez en su vida.  Una liberación, la catarsis que tanto había buscado le vino al encuentro ante esa visión repulsiva y olorosa. Bien mirado, el tercer marido fue una buena elección.




Ilustraciones, James Cook, Volume 4. A voyage to the Pacific Oceanic. National Library of Australia