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martes, 5 de abril de 2011



Si pudiéramos comprender en profundidad la mente humana probablemente la literatura debería buscar otras fuentes de inspiración, pongamos, por ejemplo,  la vida de los palmípedos: la interrelación  entre sus individuos, sus traiciones, lealtades y picoteos darían para narrar hermosas epopeyas sobre gansos y cisnes -de hecho el patito feo apuntaba al género novelístico palmípedo- Ahora esa especie animal acuática caracterizada por  poseer una membrana interdigital,  ha cambiado la denominación y ya no son palmípedos sino anseriformes.  Uno de mis primeros libros gordos lo leí a los ocho años,  fue el Maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia, de la escritora Selma Lagerloff. No voy a glosarlo porque es innecesario, quien lo haya leído sabe de qué estoy hablando. El libro me hizo soñar durante muchos años en los que imaginaba volar a lomos de un pato salvaje; y es hoy y aún me recreo  con algunos de mis episodios favoritos. La mente humana, ese territorio ignoto, como algunos  refieren, tiene una misteriosa manera de proceder, de analizar, evaluar y  obtener conclusiones, casi siempre erradas. Resultado de todo lo anterior, son nuestras filias, fobias, obsesiones e indiferencias. En esos vericuetos, circunvoluciones de nuestro cerebro, semejante a un laberinto, se cuecen comportamientos asombrosos. 
En los años noventa el escrito italiano Emanno Cavazzoni, escribió  un libro al modo de hagiografía,  titulado Vida breve de idiotas. Son historias de personas reales, una por día, como si fuera un santoral mensual. Los personajes son reales, estaban internados en el manicomio -ahora esa palabra también está proscrita- de Reggio Emilia. Santos idiotas, personas que, en otras circunstancias históricas y sociales habrían sido  reconocidos, tal vez,  y  en algunos casos, santificados o/ y sacrificados.  Bien mirado, la mayoría de ellos fueron auténticos mártires.  Cavazzoni  explica el caso de un médico que en 1938 se prendó de unos zapatos de piel de color marrón, hasta ese día el médico había sido una hombre sensato, en la profesión y en la vida privada. ¿Qué  pasó por  su mente cuando vio aquel par de zapatos?  Sólo sabemos que los compró, los calzó  y hasta 1940,  fecha de su muerte, no consintió en liberar sus pies a pesar del dolor, las lesiones y por fin,  la gangrena que le produjeron y que fue la causa de fallecimiento. Por más que su hija -él era viudo- intentó convencerle para que dejara de lastimarse con unos zapatos de número inferior a su talla,  no hubo manera, pues el doctor siempre contestaba que siendo la piel de excelente calidad, pronto darían de si y se amoldarían a sus pies, por entonces ya gravemente lesionados.  Antes de morir elaboró una teoría sobre la función que la Providencia había destinado a nuestras extremidades inferiores: expuestos y sensibles nos fueron dados para poner freno al orgullo, la envidia y la codicia; de lo contrario tendríamos pezuñas como los caballos.
Ante tal elaboración, digamos espiritual,  lo único que se me ocurre es que la mente humana está atacada por un virus evolutivo que la ha desarrollado unos millones de años por delante de la biología humana. Es posible que los pies sean elementos trascendentales del psiquismo, que  la fobia a la arañas o el festival de Eurovisión tengan un sentido lógico en el futuro, pero por ahora, la mente humana sólo nos da disgustos, sobre todo cuando cualquier  sabio nos repite que poseemos grandes capacidades  de las que sólo usamos una ínfima parte. Pues menos mal.         
    
Ventanas, Istvan Oroszt, 1995.