lunes, 28 de junio de 2010

Cuando estoy en horas bajas me doy a los pensamientos filosóficos, aunque quizás sería más apropiado hablar de divagaciones erráticas sobre la vida, la existencia humana, la posibilidad de otra clase de inteligencia y  -sí, lo acepto, soy una frívola- la eterna juventud. Ayer, a eso de las siete de la tarde entré en fase melancólica, me preguntaba si  estaría en lo cierto Hilary Putnam, filósofo que imaginó un cerebro dentro de un cubo en vez de en el interior de un cráneo. Cosa rara, me dije  y cómo será el tipo para escribir un libro sobre tal cuestión. Por más extravagante que parezca, la idea ya se le  vino a  las mientes a otro, a Descartes, quien se refocilaba en la duda metódica, eso significaba el desprecio de cualquier pretensión al menor atisbo de incertidumbre.  El cerebro en la cubeta viene a decir que, si  fuera el nuestro quien estuviera dentro de ese rústico objeto, nosotros no lo sabríamos. Nuestra mente ignoraría la realidad del recipiente y seguiríamos viviendo como si  en vez de cubículo, nuestras neuronas habitaran en un hermoso cuerpo.
Algún potentado productor de Hollywood  leyó  a Hilary Putnam, vistió a Keenu Reeves de riguroso luto y lo echó al mundo en 1999: Matrix. Un gran cubo lleno de fluídos y cables que controla una malvada ciberinteligencia capaz de crear un mundo virtual, sin que los cerebros en remojo se percaten. Con esa depravada idea, tan verosímil como cualquier otra, pasé la tarde del domingo sin quitarle el ojo de encima a la enorme regadera que tengo en mi patio,  tan grande que bien  podria dar cobijo a media docena de cerebros solitarios.

Imágenes,  Fritz Kahn, 1926. 
National Library os Medicine.                   

lunes, 21 de junio de 2010

Compás binario




En el salón de baile, ella intentaba recordar cómo era aquel compás que hizo famosa a su amiga, años atrás, en aquel mismo hotel. Los brazos le colgaban rígidos, sin un triste balanceo, mientras sus pies se movían dos pasos derecha, cruce de piernas y otros dos pasos a la izquierda ¿o era al revés? Cerraba los ojos para concentrar su atención en seguir el ritmo pero tanta introspección malograba sus movimientos, los hacía lentos, precavidos, como si estuviera inspeccionando la calidad del suelo que pisaba

Sonaba una canción antigua en el órgano multifunción que tocaba un hombre, con un lápiz de IKEA entre los labios, la mina en la lengua porque estaba dejando el tabaco y el grafito no sólo le sabía rico, sino que le daba energía suficiente para  tocar el tema de Lara dos veces por noche.

Ella, a pesar de tener los ojos cerrados, notaba todas las miradas.  Sí,  la contemplaban intrigadas  media docena de parejas sentadas en torno a las mesitas, un poco impacientes porque hacía casi una hora que esperaban la actuación del Mago Sarkov.  Ella entreabrió un ojo, el izquierdo que era el que menos dioptrías tenía y fue en ese breve instante cuando él se acercó, la tomó del talle con suavidad, susurrándole: Palmira  van a dar las once, es nuestra hora.
-Ya, pero por lo que más quieras te lo pido: hoy  no me tires los cuchillos que se ha atascado  otra vez el motor de los brazos. 


sábado, 12 de junio de 2010

Gregori Perelman y el Titánic



Alguna vez he sido presa de un delirio cósmico, incluso de varios. Por fortuna, cuando estoy en pleno desvarío, mi apariencia es normal: compro el pan, hago mis quehaceres como si tal cosa y nadie advierte que en mi cabeza pasan cosas tremendas que me gustaría escribir para dar fe de mi capacidad visionaria, que, por otro lado, está aún por demostrar, pero  soy tan cobarde que no digo ni mú a nadie. 
Hay días, como hoy, que la lectura de una noticia en particular me enciende, me envenena la imaginación y  provoca un estado de conciencia superior, algo así como una facultad paranormal.

En ese trance estoy ahora, creo que sé más que el resto de seres humanos y vislumbro otras realidades y todo por culpa del señor Gregori Perelman, un matemático genial  a quien le importa una higa el millón de euros que se ha ganado por desentrañar  un misterio numérico parido por Poincaré. ¿Y a mi qué me importa? me digo a mi misma, si renuncié a mi gran vocación -astrofísica y de paso astronauta- para estudiar una carrera de letras por no ser capaz de resolver integrales. ¿Qué me pasa con ese ruso con pinta de indigente que dice haber hallado la fórmula que demuestra la existencia de Dios?  Pues que le tengo cariño platónico, que no amor. Sé que entre él y yo  nunca habrá una amistad seria, ni siquiera una relación frívola. ¿De qué podríamos  hablar?  De nada: ni hablo ruso, ni me gustan las matemáticas y, por lo que sé, tampoco podríamos pasear por los bosques moscovitas en silencio, gozando de nuestra amistad espiritual, porque el señor Perelman no sale de su pisito ¿Para qué perder el tiempo callejeando si todo lo que necesita lo tiene en sus cuarenta metros cuadrados de piso compartido con su madre?  

De pronto se me ha ocurrido que vivimos en Universos creados por nosotros mismos. Quizás ya existe esa teoría, lo ignoro. La cuestión es que veo una realidad, la nuestra, que previamente alguien ha imaginado. Pongo el caso del señor Robertson para demostrar mi teoría. Ese hombre, marino mercante, escritor frustrado, escribió en 1898 una novela sin éxito, la tituló Futilidad. Nuestro señor Robertson murió sin conocer la gloria literaria. 

En dicha novela imaginó un barco  bautizado como Titán y su hundimiento provocado por un témpano de hielo. Ambos, el trasatlántico real y el ficticio, zarparon de Southampton, tenían tres hélices y dos mástiles y se hundieron a cuatrocientos kilómetros de Terranova el mismo día del mes de abril que relataba su novela.
  
Imaginó  el señor Robertson su  Titán con detalles ornamentales idénticos a los que se tragó el mar: la gran escalera de caoba bajo la cúpula de cristal y  se le ocurrió -en mala hora- que el lujosos trasatlántico iba equipado con muy pocas balsas salvavidas. 
Edgar Allan Poe, Jonathan Swift, P. K Dick, A. Clark y tantos otros,  han  imaginado mundos que se han hecho realidad con un asombroso y fidedigno respeto por la palabra escrita. 

  



sábado, 5 de junio de 2010

Moscas cautivas


                    Ilustración de 1920 copyright de  Hart Schaffuer, Chicago (NYPL)

 
 Según me contó mi prima  Elo, el  jefe de su último trabajo la echó con estas palabras:
-Le habría dejado  una semana más de prueba pero es usted la peor trabajadora que he tenido en toda mi vida.En cincuenta años en esta empresa no he conocido a nadie que se ría como usted todas las veces que paso por delante de su mesa. No puedo soportarla más, me da taquicardia verla ahí, ante el ordenador, como si estuviera frente a la tele de su casa. Usted fue contratada para introducir  datos, cosa bien fácil que no necesita muchas luces, pero usted no quiere y tiene la desfachatez de burlarse de sus compañeros.  Mírelos,  sin levantar cabeza. Lo que no tolero es que se ría de mí… eso si que no...

-Claro que me río, es por prescripción facultativa. Me aburre el trabajo y la estupidez de esta empresa y, si quiere que le sea sincera, usted y esos pobres desgraciado que teclean como posesos, me dan pena. 

El jefe se ajustó la corbata de color azul celeste, entornó los ojos vidriosos de cólera sin que se le ocurriera nada inteligente que le restituyera la autoridad y el respeto ante sus subordinados, que observaban la discusión  con placer y   envidia. Dichas emociones provocaron un tecleo lánguido y desacompasado, un piano melódico que presagiaba un súbito redoble de tambores.  El jefe contrajo la boca y en ese gesto rabioso desapareció la delgada línea de los labios. Le llegaban a la lengua  insultos que ahogaba para evitar acabar en el estrado de un juzgado social.      
-Bien, así que sus compañeros son unos estúpidos, pues sepa que son personas maravillosas y honradas.
-No, se equivoca y miente, usted los desprecia y ellos son un grupo de esclavos agonizantes. 
Una mosca verdosa entró por el resquicio de la ventana entornada, posándose sobre el teléfono que sonaba sin que nadie se atreviera a descolgar.          
Elo echó su cabellera ondulada y castaña hacia  atrás, como una seductora artista, atusándose a continuación la nuca sin escuchar lo que su jefe farfullaba sin convicción:
 -Bueno, pues serán esclavos pero cumplen con su obligación, usted acabará en.... en la cola del paro. 
-Y usted ¿dónde acabará ? ¿Y ellos? ¿dónde acabarán?
-¿Ehh? ¡Se acabó, de mi no se ríe nadie! 

Con un resoplido, el jefe dio media vuelta, se aclaró la garganta, carraspeó nervioso  antes de decir: 
-Pase por Personal para firmar el finiquito.

-Ahora mismo, en cuanto haga mis ejercicios de risoterapia. 

Elo, según me contó, se carcajeó tres veces seguidas tal como le tiene indicado su terapeuta,  luego, recogió  en su enorme bolso mochila el bolígrafo de su propiedad y la botella de agua. Salió de la sala echando un beso al aire dirigido a sus ex compañeros. La mosca  siguió su vuelo hasta uno de los listados telefónicos y allí se quedó, como si estuviera muerta, sobre un tal García Robledillo, Alfonso, a quien una tele operadora intentaría convencer al día siguiente de las excelencias de un depósito de máxima rentabilidad, un producto estrella de la entidad financiera de la que Elo acababa de ser despedida.   












sábado, 29 de mayo de 2010

¿Por qué no puedo ser bueno? se preguntaba Lou Reed en la película  Faraway, so close! ¡Tan lejos, tan cerca! de Wim Wenders.  Dos horas quince minutos de película en la que el ángel de las lágrimas hace todo lo posible para hacerse humano, lo consigue al final  de un rápido e intenso aprendizaje de su corta vida. Descubre un mundo de mortales, coloreado, irreal y absurdo. Cassiel, un ángel que cumple su deseo  de hacerse  humano. Un tipo raro, un inocente que en su existencia mortal berlinesa, se impone el nombre de Karl Engel y que le regala  al anciano Konrad la frase con la que le demuestra que puede morir en paz porque en su vida hubo un acto inmenso de amor que no recordaba: eres uno que fue hallado, le dice Cassiel a Konrad y  el viejo sonríe y recuerda. Sabemos que tiene razón el ángel del tiempo cuando corrige a Karl Engel en su disfraz de hombre convertido en acompañante de un capo:
-Estás equivocado, el tiempo no es oro, el tiempo es la ausencia de oro.

No sé qué quiso decir Wim Wenders con esta película y su hermana: El cielo sobre Berlín.  ¿Qué importa  la intención del director y si el mensaje es espiritual  o una broma mística?  Interesa la verdad de la imagen  y de la historia. ¡Tan lejos, tan cerca! emociona por su belleza y por sus palabras,  porque todos queremos ser buenos, aunque sea un segundo en la vida y que un ángel, alguna vez, nos eche su aliento en el cuello. Nos gustaría reconocer en esa leve corriente, como el pizzero Ángelo, el aire del Mensajero, muy cerca de nosotros a pesar de que la razón nos haga creer que anda muy lejos.  Necesitamos un ángel,  aunque sea un poco triste y torpe  como Cassiel, que nos diga  que la luz de nuestros ojos viene del corazón con destino a los ojos de los otros.     

http://www.youtube.com/watch?v=GfznAXht2o0

Imágenes: web de contenido público y  fotograma de la pelicula Faraway, so close! de Wim Wenders .                         

viernes, 21 de mayo de 2010

Rebequita

 A principios del año 2009  Rebeca juró cambiar su nombre por otro  menos evocador, menos peliculero, incluso menos abrigado. ¿Por qué mi madre tuvo que leer esa vieja y cursi  novela hasta aprenderla de memoria? ¿Por qué quiso que su única hija arrastrara el estigma de un nombre antipático que trae a la memoria las tardes frescas en las que las madres voceaban: niña, no te olvides la rebequita, parapetadas tras el collar de perlas de una vuelta a juego con los pendientes. 

Sí, Rebeca odiaba su nombre y también  las chaquetas de lana abotonadas y, para qué negarlo, se avergonzaba de su madre y escupía sobre las obras completas de Daphne du Maurier, encuadernadas en piel de vacuno, que reposaban sobre el velador de la galería; los escupitajos de Rebeca habían moteado la piel en tono más oscuro, tal efecto  fue atribuido  por la madre a un insidioso hongo que revivía siempre en verano, coincidiendo con las visitas de la hija. 

Si he de ser yo misma no puedo  seguir viviendo prisionera de un nombre, se repetía Rebeca un día sí y  otro también, hasta que decidió cortar por lo sano. En marzo empezó a practicar su nueva firma, sin rúbrica  ni otras zarandajas caligráficas y cuando  estuvo segura de su elección  pidió a todos sus conocidos -pocos- y amigos -escasos- que se dirigieran a ella  por el nuevo nombre: Raquel. Con variedad de burlas y risas contenidas de quienes consintieron en renombrarla,  se produjo  la sustitución, pero  como en la novela, la sombra de Rebeca estaba presente por todos los rincones administrativos y civiles, porque España, hija mía  le decía su jefa, no es Estados Unidos y aquí tu capricho no tiene cauce legal; allí podrías cambiarte el nombre todos los meses y decir que tu santo es mandarina o  Calatayud, que tanto da. Los ojillos de Rebeca, ahora Raquel, se anegaban en lágrimas porque comprendía la verdad de esas palabras y su  fatal destino onomástico. 

-Madre ¿cómo se le ocurrió ponerme por nombre Rebeca con el apellido de padre y el suyo? 

Rebeca, perdón, Raquel, habló a su madre de ese modo antiguo y despegado, el primer día de agosto cuando el sol de la mañana pegaba la primera bofetada en Murcia, lugar de residencia de la viuda de don Ramón  Pecho, la madre de Rebeca. La señora Lucía Abrigado sonreía displicente mientras sostenía en sus manos la nueva edición de las novelas de Daphne du Maurier

-Rebeca Pecho Abrigado, ¿Te das cuenta de la mofa que he padecido toda la vida?

-No sé qué contestar, hija de mis entrañas, lo hice por tu bien, pero si te gusta más Raquel, pues Raquel serás. Por cierto, no  me gustó tanto como Rebeca, pero  tampoco es mala novela Mi prima Raquel. 

Diríamos que el horror se dibujó en el rostro de Raquel (Rebeca) si  la historia fuera un melodrama, pero  lo que apareció  en la boca de Rebeca (Raquel) fue un rictus de asco y a continuación un grito que pudo escucharse en todo el edificio y luego el silencio, seguido de un acto cruel y muy poco literario. Las obras completas de la escritora británica fueron lanzadas al vacío  desde el  balcón  del cuarto piso, con el resultado de lesión inciso contusa en el hombro de un policía municipal y rotura de las gafas progresivas del director de la compañía del gas. Sin embargo, el final, como en la novela, fue feliz y compasivo con Rebeca. Hasta el  día de hoy no se ha podido averiguar la autoría del  acto vandálico, la defenestración criminal ha quedado archivada en una estantería oscura y maloliente a la espera de su prescripción.                  
         

sábado, 1 de mayo de 2010

Don Cleto Guadamuz

La erupción del volcán. Pintura de Antonio Vasquez. Guatemala.



Entre los oficios más asombrosos que un ser humano puede desempeñar, el de apagador de volcanes es, por delirante e increíble, el más novelesco y fantasioso. Sabemos que existió un hombre:a don Cleto Guadamuz y Lozano, nacido en Granada que murió a los 107  años y que se ganó la vida en Nicaragua, en el noble y quizás altruista empeño de apagar los volcanes y acabar con los temblores que tenían en vilo  a la población de Managua, allá por el año  1938.
Se sabe que por tan colosal trabajo fue remunerado con mil córdobas, y que habría paralizado otros volcanes que anunciaban erupciones, si el  gobierno  le hubiera soltado más pasta. 

En documentos oficiales de la época y periódicos de Managua se nombra a don Cleto como  apagador oficial de volcanes; su fama en los años treinta era enorme y, a pesar de que su teoría sobre la comunicación de volcanes en la profundidad de la tierra y el modo de someterlos a su voluntad, desafiaba el sentido común y el conocimiento científico, tuvo encargos oficiales que cumplió con éxito. 

Desternillante parece a nuestros ojos su método de apaciguar volcanes y mantener los movimientos de la tierra a raya. Don Cleto explicaba cómo apagar el volcán del Cerro Negro: daría tres pasos hacia adelante y seis golpes en el suelo con el pie. Luego señalaría hacia el cielo y pronunciando unas cuantas palabras misteriosas, haría que los fluidos de arriba se juntaran con los fluidos de abajo sirviendo mi cuerpo de puente, y entonces inmediatamente comenzaría a sentir el Volcán mi fuerza, apagándose tal vez violentamente o tal vez dentro de algunos días después de esta operación.

Sería fantástico  que tuviéramos entre nosotros a un mago como el granadino, que se plantara ante los volcanes activos hoy y ejerciera su oficio con la maestría de alquimista soñador y longevo; que   ante los ojos de los satélites y los mil artilugios que pueblan el cielo, amansara la naturaleza ardiente como si se tratara de un cachorro de perro, obediente a la palabra firme de su amo.